viernes, 26 de marzo de 2010

El arte por el arte, la muerte por la muerte

Caminas a paso ligero, porque en realidad quieres llegar a casa... ¡y sabes de sobra que no vas a subir! ...pero necesitas sentir la cercanía de un lecho seguro en que acurrucarte si las cosas se ponen feas. _¡Porque podrían ponerse bastante feas!_ te dices a ti mismo bajo un paraguas maltrecho que cubre a duras penas tu cámara y la mano que la sujeta. Las fuertes ráfagas de viento empapado te cierran los ojos con su arena y los oídos con su ruido. Te detienes impresionado ante el resplandor de un primer rayo, pero es sólo un momento. Porque no cesas de caminar. Nunca cesas de caminar hacia casa, que está_ la tierra se estremece con el trueno_ ahí detrás, a dos manzanas, esperándote con su techo macizo y su agua templada. Y deseas estar en ella, en casa, durmiendo, como todos desde hace tres horas. Y miras hacia atrás. Hacia delante. Y no hay rastro de vida humana hasta donde alcanza la vista... _todos están en casa, Dios, todos_ ...y te sientes como minúscula astilla en un bosque de eucaliptos sedientos. Solo. Completamente solo en la inmensidad del universo, a espensas de lo que un cataclismo decida hacer o no contigo. Y quieres, ¡deseas!, llegar a casa, sí. Ahora. Porque sabes que restan menos de tres minutos para el caos. Y que él jugará a zarandearte de un lado a otro del paseo marítimo hasta hacer de ti un despojo encharcado. Y en realidad no quieres convertirte en un despojo encharcado. No. Tú quieres estar en casa. Como todos los demás. Durmiendo. ¡Como se duerme la cámara ahora! Y como se apaga. Cambias las pilas entre maldiciones, y el azote del viento se intensifica peligrosamente. Titubeas. ¿Para qué cambias las pilas, idiota? ¡Corre hacia casa! ¡Ponte a salvo! Un segundo resplandor colorea el mar de metales resbaladizos, y casi te sobran razones para salir corriendo entre bocanadas de azufre cuando, ensordecedor, el estruendo enloquece los cielos. Ahí está tu casa. Cruzando la avenida, a menos de cien pasos. Ahora. ¡Corre! ¡Ahí está esperándote, con su techo macizo y su agua templada! ¡Hazlo! ¡Márchate! ¡Huye!

Y sin embargo te detienes. Exhausto pero despierto. Y empuñas tu cámara mojada bajo lo que queda del paraguas. Y encaras el horizonte relampagueante, dispuesto a fotografiar la evidencia de tu inferioridad frente a tanta belleza. Y aunque quieres estar en casa, como todos, tú no puedes. Ni hablar. Porque a ti no se te ha brindado la posibilidad de dormir mientras el viento azote, la lluvia arrecie, o los rayos hagan crujir el pavimento... Y mientras el cielo descargue todos los odios existentes sobre su maltratada hermana, la tierra; tú, acodado sobre ella, responderás a los disparos con fotogramas enamorados, intentando en esta noche, a pesar del viento, la lluvia y el miedo, inmortalizar las centellas que te impiden meterte en casa, no por imposición propiamente dicha, sino por un recalcitrante proceso de imanación.





Alberto Cancio García

lunes, 22 de marzo de 2010

OMINOSA NÓMINA

Aquella no estaba resultando una noche nada fácil. El embaldosado sobre el que un día, ya muy atrás en el tiempo, florecieran el delirio, el amor y el ensueño de tantas quimeras compartidas, no era, en aquel momento, más que un tosco revestimiento de piedra granítica, que se prolongaba, sucio y magullado, hasta donde alcanzaba la vista, y que nada parecía tener de particular frente al resto de rincones del paseo marítimo.
Las cosas habían ido cambiando y él lo sabía, pero comprobar tan de cerca cómo la magia de su escondrijo preferido agonizaba ahora sobre el más tosco de los pavimentos, lo sumía en la amarga postración que significa el plantearse si las cosas siguen teniendo, al menos, un mínimo de sentido. Un sentido que siempre había buscado incluso bajo las piedras, y que esas piedras parecían estarse tragando sin la menor muestra de compasión.


Con esta imagen de crueldad gratuita cincelada en la retina, tomó asiento sobre el segundo de los tres escalones que durante tantas noches hermosas le sirvieran de apoyo, y sintiendo bajo su pie la rudeza de aquel suelo inescrutable, no sin antes dirigir una mirada cómplice a su izquierda, comenzó a fabricar sonidos armónicos y resonantes mientras acariciaba el mástil con dedos temblorosos. Las cuerdas de una guitarra, rasgueadas a diestro y siniestro en un sinfín de combinaciones distintas, tuvieron la virtud de alejar algunas de sus alimañas, pero también le permitieron aproximarse, y quizá demasiado, a la raíz primigenia del problema.

Acordes y escalas, cadencia y consonancia, fueron desentrañando los entresijos de la realidad que le embargaba desde hacía ya varios días, y cuando el arpegio simultáneo de una segunda guitarra transformó el ambiente en mimbre de una cesta vibrante, el suelo granítico se fue agrietando, para mostrarle a él, y a todo aquel que supiera mirar un poco más allá de las cosas que pueden mirarse, cómo la magia semienterrada por noches insípidas se había de igual modo resquebrajado. Atravesar la naturaleza maciza del granito no es cosa sencilla. Y esto, sumado a la presión de las toneladas de piedra sobre su frágil consistencia, la había transformado en una maraña de flecos deshilachados.

La sola visión de tamaño desastre hizo que su mente se reactivara, devolviendo la clarividencia y la motivación a quien parecía haberse dormido en el interior de una guitarra. Aquella no estaba resultando una noche nada fácil ni lo resultaría en adelante, pero al fin había encontrado la manera de devolver el sentido a las cosas. Porque una vez que el silencio irrumpió en la cesta, partiéndola y dispersando a todos los que allí se habían congregado, él tomó todos y cada uno de los pedazos de la magia, guardándoselos cuidadosamente en la holgura sobrante de su pantalón, y marchándose luego a toda prisa, camino a casa, para encomendarse a la tarea nocturna de intentar reconstruir con suavidad lo que la brutalidad del áspero granito había destrozado.
Alberto Cancio García

jueves, 18 de marzo de 2010

EL ÚLTIMO ACEBUCHE

Cuando, al principio de los tiempos, los visigodos llegaron a la península gaditana, decidieron llamarla "Tierra de Acebuches", por el extraordinario número de ejemplares de esta especie que hallaron a lo largo de la lengua del arrecife, desde Cortadura hasta la Punta San Felipe.


Hoy día, la ciudad con menos zonas verdes de Andalucía no conserva ningún vestigio de aquella profusión salvo por la subsistencia de un espécimen: El último nacido de forma natural en suelo gaditano, tan discreto en su situación que pasa inadvertido incluso para los indeseables que lo privaron de la compañía de sus hermanos.


Al amparo de la muralla oriental de Cortadura y junto a la esquina de un descampado de grava usado como aparcamiento, crece lentamente y casi en secreto un muestrario silencioso de lo que fue Cádiz mucho antes de las épocas que aun cabe imaginar.




Alberto Cancio García

miércoles, 17 de marzo de 2010

TRIBUTO A STEVENSON

Si el marinero cuenta al marinero canciones
de tempestades y aventuras, de calor y de frío,
de goletas, islas y gente abandonada,
de bucaneros y tesoros enterrados,
y la vieja historia, contada otra vez
exactamente igual que antes,
gusta, como a mí en otro tiempo me gustó,
a los jóvenes de hoy, más instruidos:
¡No se hable más!
Y si no,
si el joven estudioso ya no sueña,
si ha olvidado las antiguas quimeras,
a Kingston, al bravo Ballantine,
o al Cooper de los mares y los bosques:
¡Tampoco se hable más!¡Compartiré
con mis piratas la tumba donde descansan con sus fechorías!

R. L. Stevenson

martes, 16 de marzo de 2010

El azar de la ignorancia

Estación de ferrocarril, tres menos cinco minutos de la tarde. Bajo la vigilancia de un sol que calienta, ¡por fin!, las caras tardías de un invierno a destiempo, un automóvil celeste como el cielo cruza el paso de peatones y hace dar un salto atrás a un grupo de tres estudiantes asustadizas, quienes con un grito de guerra muestran su valentía ante el osado conductor. Un joven de cabello agitado al vuelo, chaqueta de cuero y mochila negra cruza tras los pasos de las chicas y entra en la estación pendiente de no perder su tren: mira hacia el cartel luminoso donde se anuncian los sets del partido y ve la próxima salida del equipo local; entonces echa a correr en dirección al primer vagón y sube a bordo. Allí dentro no encuentra ninguna plaza libre, de modo que recorre dos vagones más hasta encontrar la tan anhelada soledad del estudiante soñoliento; ocupa el asiento de la ventanilla y deposita la mochila en su regazo, y mientras la acaricia igual que a una mascota contempla una vez más la monotonía del mundo tras el cristal.

Se oyen los pitidos del tren que de inmediato emprende la marcha, y acto seguido una voz en off anuncia el destino y la siguiente parada. El tren vuelve a detenerse y varios pasajeros se incorporan al viaje: uno de ellos se sienta junto al estudiante, que ahora lee un libro marcado con la etiqueta de «Clásicos universales», cuyo título no logro ver desde mi asiento. El nuevo viajero deposita su abrigo en el altillo y se acurruca en la plaza 123, pasillo, a la espera de la llegada a una no muy lejana estación. Ni siquiera ha dirigido una mirada sencilla, ni un saludo, al joven estudiante de su derecha.

Tras varias paradas en que se ha llenado el tren hasta casi transportar a gente de pie, atravesamos un periodo sin que la voz de la máquina emita un solo aviso. De todas formas, me llega el susurro de dos viajeros que ocupan las plazas de detrás y dicen: «próxima parada…», sin mencionar ningún nombre, «next station…», sin mencionar ningún otro. La máquina parece averiada, la voz afónica por el repentino ataque del sol tras largos meses de lluvia y frío.

De nuevo el silencio se puede respirar a bordo, y es de agradecer: el ávido lector del libro marrón se muestra mucho más concentrado. Pero no sabe que la próxima parada le traerá unos minutos de tensión. Su cara contrasta con la del ocupante de la silla contigua, donde se reflejan deseos de llegar a casa y dormir una siesta.

En la próxima parada sube al tren un chico vestido de chándal con un neceser en la mano. El asiento de mi lado se queda libre, pero también el que está junto al hombre adormecido, a quien el recién llegado parece conocer. Lo saluda y se sienta a su izquierda. «Tengo un regalo para ti», dice a voz en grito. Todo el mundo le dirige la mirada porque ante la escasez de conversación se ha oído su torrente. «Ah, ¿sí?», dice el otro, «pero si mi cumpleaños fue ya hace cinco meses»; y el chico del neceser responde: «Ah, bueno. Es que venía del gimnasio y me he acordado de que tengo en casa un libro, y como me dijiste que te gustaban los libros de la Edad Media —su interlocutor asiente—, me dije: pues un regalo de cumpleaños»; «vaya, gracias —dice el interesado—, pero no tenías por qué molestarte»; «¡Claro que no! —vuelve a gritar el otro, esta vez en un tono más agudo, chirriante—, pero a mí no me gusta leer, ya lo sabes»; «sólo los libros del instituto»; «exacto, y hace ya muchos años que se acabó —en su modo de hablar expresa alegría por no cumplir más órdenes de los profesores—, gracias a Dios»; «bueno, pues ¿de qué libro se trata?»; «¿conoces a Gustavo Adolfo Bécquer?». De repente se hace un silencio incómodo, tan sólo interrumpido por el funcionamiento del tren, un silencio de tensión que ha desconcentrado al estudiante. Después de un breve momento de reflexión, el hombre adormecido contesta: «claro que sí, hasta ahí llego»; «me lo imaginaba, pero hay gente a quien le preguntas por ese nombre y no sabe quién es». Y en la expresión del estudiante veo dibujadas unas palabras: «ni saben de qué época». Ha cerrado el libro, ha dejado las gafas sobre la mochila y vuelve a mirar a través de la ventana: una carretera, varios coches, edificios al fondo, piedras de la vía y una sombra que proyecta el techo de la siguiente parada. «Pues a mí me gustaba mucho aquel libro de Lorca del instituto, ¿recuerdas? —continúa el gimnasta—, el Romance de los gitanos»; «sí». No sé el motivo de esa corta respuesta, pero sí el de la tensión que pinta la cara del estudiante. Excitado, guarda el libro y saca de su bolsillo unos auriculares, y mientras los conecta al reproductor de música, el tren detiene su marcha y los dos viajeros se bajan. De inmediato escucho comentarios en el vagón y descubro que no soy el único pendiente de la conversación, sino que los ocupantes de los cuatro asientos justo delante de mí también han escuchado el intercambio de palabras y ahora se burlan.

Dos paradas más tarde, me bajo y recibo el azote del viento. Volveré a casa y me sentaré tranquilo con un café delante de mis narices, indignado por el azar, enfadado con los institutos.

lunes, 15 de marzo de 2010

LA PUERTA

No eran celos aquellos chasquidos que sentía crujir en el pecho al escucharla parlotear sobre la noche loca que se avecinaba. Había pasado ya demasiado tiempo desde aquel día en que se prometiera a sí mismo abandonar cualquier sentimiento que incitara a la posesión de una mujer, y en aquel instante, con su mano sujeta en el bolsillo mientras caminaban deprisa hacia el lugar donde unas horas más tarde se despedirían, se sentía plenamente dueño de su, en otro tiempo, desaforada pasión. Tanto fuero y tanto muro habían merecido la pena en tanto habían evitado que el incómodo nudo estomacal de los celos se convirtiera en el patrón de sus relaciones personales, pero ahora, al notar aquellos pinchazos aguijoneándole las entrañas, se perdía en un mar de confusiones especulando sobre lo que podría significar sentirse dolido ante las premoniciones nocturnas de su amiga.
¿No eran celos aquellos chasquidos? No quería que lo fueran, pero el hecho de escucharla preconizar sobre sus inminentes hazañas libertinas le hacía clavar la vista en el suelo y sumirse en una postración dolorosamente inédita. Nadie se percataba de ello y él lo agradecía interiormente, limitándose a avanzar calle arriba con la mano de ella fuertemente sujeta en el bolsillo, quién sabe si por frío o por truncar su marcha inminente.
La calle fue abriéndose hasta desembocar en una plaza bastante amplia, y a lo lejos divisó el bar donde cenarían con los amigos antes de separarse. ¿Tanto lo martirizaba la idea de alejarse de ella? ¡No podían ser celos aquellos chasquidos! ¡Ni siquiera tenían aspecto de serlo! Porque él ya los conocía. Ya los conoció en su tiempo. Y tanto jugó con ellos que acabaron matándolo para resucitarlo luego con un sentido de la vida diferente. Y aquello, aquellas pirañas que notaba rondar por el pecho, no podían ser las mismas que antaño lo devoraran de adentro a fuera, ofreciéndole la paradójica posibilidad de aprender a controlar sus arrebatos de pasión. Aquellas pirañas habían muerto en el retrete una vez logró entender que nada es de nadie en este mundo, por lo que aquellos chasquidos...
La notó acelerar el paso e hizo otro tanto, tratando de permanecer junto a ella el mayor tiempo posible. Lo congelado del ambiente era una buena excusa para esa proximidad forzada, pero las puertas del establecimiento se abrieron al fin, y una oleada de aire caliente los hizo distanciarse instintivamente. Todos se apresuraron a quitarse los abrigos al compás de algunas lamentaciones acaloradas, y tras las obligadas presentaciones y los saludos cordiales, el tiempo comenzó a fluir como nunca antes, llevándose los minutos con los pinchitos y los segundos con las cervezas.
La miró poco y mal. La velocidad del reloj producía una extraña tormenta de arena. Costaba mirar de frente. No había pirañas, pues el alcohol las asesinaba en el acto. Las voces conocidas se perdían en la algarabía de risas y canciones. El tiempo se aceleraba hasta lo absurdo. Se acababan las patatas. Los pinchitos. La cerveza. No se oía. No se veía. Nada importaban ahora las palabras, los gestos, la comunicación. El mundo se mareaba. Incoherencia, incongruencia, contradicción. Todo aquello. Y unas terribles ganas de orinar. Orinar. Buscar el retrete en la tormenta. Abrir la puerta, sentir calor maloliente. Cerrar tras de sí con dificultad. Y mirarse al espejo.
Allí estaba. Él. Recobrando el aliento tras un esfuerzo sobrehumano. Orinó con ansia, esperando adivinar en la secreción la forma de alguna piraña, y con el último goteo sintió un escalofrío que lo hizo temblar: ¿Una piraña? No... Se abrochó el pantalón con parsimonia, bastante satisfecho. No eran pirañas. No. No eran celos aquellos chasquidos. Volvió a mirarse en el espejo mientras se lavaba las manos. Allí estaba. A salvo momentáneamente del fragor de la desertización. Se enjuagó la cara cubierta de arena y se sintió mucho mejor, mientras su respiración se acompasaba y su pulso volvía a la normalidad. Nada tenía de qué preocuparse por el momento. Allí encerrado se sentía a salvo del tiempo, de la arena, de las pirañas… y de ella.
Aunque los minutos se deslizaban ya con normalidad, quiso alargar el momento reajustándose el cinturón, y notó que en realidad le apretaba demasiado. Le asustó un poco sentirse prisionero de más cosas, pero si ya de por sí estaba condenado a la cadena perpetua del miedo obsesivo, del temor a sentir cosas que no deseaba sentir, mejor sería desechar el artilugio de cuero y resarcirse de una libertad que parecía aun lo suficientemente viva. Se lo desabrochó lentamente y se lo ajustó de manera que apenas lo notara en el vientre.
Listo. Un poco más descansado así. Era la hora, pues, de salir al exterior y enfrentarse de nuevo al torbellino de segundos, al griterío del mundo, a la tormenta de pirañas. A ella. Se sorprendió a sí mismo abriendo la puerta y cruzándola sin titubear un instante. Una ráfaga de humanidad hiperactiva le golpeó la cara, pero se mantuvo firme ante la densa bocanada. Se hurgó en el bolsillo aun caliente por la mano de ella y sacó un cigarrillo que encendió con parsimonia, paladeando con delectación la primera calada mientras observaba indiferente el panorama del bar. Un simple bar. Tan simple como la meada sin pirañas que acababa de enviar al océano. Ni celeridad del tiempo, ni harmattan del desierto, ni degradación humana. Gente, simplemente, malcomiendo en un sucio bar al son de canciones de pésima factura.
Al torcer la esquina la vio. Sintió algo extraño por dentro, pero supo en el acto que no eran pirañas. Ella le sonrió quedamente y él devolvió tal gesto con una mirada amable. Las cosas no podían ser tan complejas. No era aconsejable agitar la mente con suposiciones inabarcables. Era obvio que algo insólito ocurría en su pecho, sí, pero quizá no fuese más que las secuelas de un resfriado o el salto de una sístole mal encarada. Nada que ver con ella. Ni con su mano caliente en el bolsillo, ni con la noche loca que sólo a ella le esperaba en cuanto acabara la cena... ¡Qué demonios! ¡Qué pirañas!

El tronar de una vieja canción conocida había terminado por distraerle del todo. La confusión precedente recorría los desagües de la ciudad, mezclada con la resuelta micción que eyectara, y comenzaba a reinar la naturalidad, con el sabor del cigarrillo y el frío de la quinta cerveza. Ella se iba. O eso parecía. La vislumbró desde la distancia de su taburete, repartiendo besos a los presentes a manera de despedida, y sonrió al pensar en que tarde o temprano llegaría su turno. No importaba en absoluto lo que hiciera una vez atravesara esa puerta, ni habría noche loca que lamentar. Nada de aquello le importaba ahora. Su turno, su beso, estaba tan cerca que ya casi lo olía. Y cómo olía, que lo hacía a uno entrecerrar los ojos y perderse el éxtasis prematuro de una noche improductiva. Abrió los ojos un momento y la vislumbró en el mismo lugar, pero alejándose hacia la puerta, ajena a él, a su éxtasis, a sus chasquidos, a la consternación de sentirse ignorado y menospreciado por una piraña desagradecida.
Ella no se marcharía sin despedirse de él. Ni hablar. Su mano aun estaría caliente. Gracias a su bolsillo. Se levantó con dificultad, y alargó dos pasos demasiado torpes para alcanzarla. El alcohol le nublaba la vista. Se sentía incapaz. Y no podía ser. Se marchaba. Se iba. Abría la puerta, envuelta ya en mil fardos de lana blanca.
Se decidió cuando era demasiado tarde y la puerta iba cerrándose frente sus narices. Dió un mal salto. Chocó levemente contra el cristal. Palideció. Y quedó sujeto al pomo, sin fuerzas para girarlo y con una molesta sensación de vacío en los oídos. Por un milimétrico instante creyó que el golpe lo había dejado sordo, y emitió un triste gemido para adivinar su voz. La oyó, en efecto, pero a su gemido siguió otro, luego otro, y al momento toda una jauría de gemidos que reventaba el bar por encima de la música estridente. Se dio la vuelta con prontitud y se encontró frente a una basta multitud que reía desagradablemente algo que le concernía. Miró en derredor, a los dos lados primero y luego hacia atrás, donde el cristal la dibujó alejándose calle arriba sin su beso de despedida. Luego miró a la marabunta fastidiosa, y siguió por mucho rato sin saber la razón del revuelo. Se incorporó un poco sobre la puerta, molesto e iracundo, pero borracho y sin fuerzas para encolerizar, y abrió la puerta lentamente con la intención de tomar el camino a casa. El frío de la calle le heló las piernas, y al mirárselas, una voz ajena calcó la frase que imprimía su pensamiento:
_ ¡Eh, tú! ¡Súbete los pantalones antes de salir!




Alberto Cancio García

domingo, 14 de marzo de 2010

Verdura soleada con un baño de tierra agridulce

La lengua a un lado, a otro, agitada al compás de tu respiración, como arrojada al vacío por la brisa, por este aire que nos envuelve en un silencio profundo, íntimo, propicio para compartir unas miradas. Tus ojos brillan y en su luz veo el reflejo de mi rostro, el pelo alborotado y el ceño fruncido, mientras las pausas de tus parpadeos y tu constante movimiento me impiden dirigirte un guiño. Suspiras, tragas saliva, vuelves a sacar la lengua y lames mi cuello justo cuando un amigo pasa ante nosotros y se lleva el recuerdo de una imagen feliz. El sol me enseña el mundo, y tú la vida.

Desde mis pestañas se desliza colina abajo una lágrima fugada de su hogar y cae parsimoniosa hacia la tierra. Tú la sorbes y rastreas la huella gris que ha dejado para luego mirarme, pedir una respuesta que no puedo concederte, y a mí sólo se me ocurre abrigarme en tus brazos. Gimes, sin llegar al llanto, y mis mejillas saladas relames; yo recojo la aspereza de tu lengua en tanto acaricio tu piel y los espasmos se apoderan de mi pecho. Entonces te echas sobre mí y me demuestras tu cariño bajo la protección del astro rey, sobre este reloj que ya no mide mis horas perdidas, que se ha detenido en un minuto con el propósito de no confiarme más secretos.

De repente, oigo una voz a lo lejos que me dice: «ven, ya es la hora, hemos de volver»; y entonces me levanto del suelo, sacudo la tierra de mis pantalones, beso tu cabeza y te pido que me acompañes hasta el banco. Me vuelves a exigir una respuesta y yo sólo puedo darte una sonrisa y una caricia bajo el cuello, un pellizco tras la oreja y el crujido de la cadena al contacto con la anilla del collar.

Cruzamos la carretera, y en el campo te dejo libertad. Sosiegas tu vejiga sobre la hierba, la dejas reluciente y luego correteas entre los matorrales. Desde lejos te veo sumergida en la maleza, muy quieta, y al instante retornas tus pasos hacia mí en un gracioso trote, saltas a mi lado y lames otra vez la mano que te engancha a la cadena. Susurro en tu oído unas palabras: «vámonos a casa». Y dejo que marques el ritmo.

Pobre amiga mía, que tantas veces me has pedido salir de paseo; pobre hermosura de vellos resplandecientes bajo la intensidad agridulce del sol: vamos a casa, donde te prepararé un delicioso manjar y jugaré contigo hasta el crepúsculo. Y yo que no esperaba una respuesta de tu boca, no merezco la palabra más grata que sabes dirigirme: «guau».


Jorge Andreu.
A quien comparte mi soledad con sus lamidos.

La evasión de la mona

Con la luz del flexo. Así. Muy bien. La cosa se pone lúgubre. Apretar el interruptor y ya está: La luz tenue y el flemático retorcerse del humo negro... ¡Qué más se le puede pedir a las cuatro de la mañana! Un papel y un bolígrafo. Claro. Aquí están. A punto. Esperándome, como siempre. E imaginación. Ella. ¿Adónde ha ido a parar? La imaginación. Sí. No la encuentro. La busco entre los rizos del humo. Me deslumbra el flexo. ¡Mierda! Me quemo. Y no sé si por el humo o por el flexo... _¡Silencio, señoras! Un poquito de seriedad. Busco la imaginación, que se me ha perdido. ¿Tienen idea de adónde ha ido? Sí. La perdí ayer noche. Sí, claro. La dejé aquí mismo, donde el papel y el bolígrafo. No la han visto... No. ¿Cómo dicen? No les creo. ¿De veras? ¿Por la ventana? ¿Cuándo? Ayer noche… la imaginación… ¡Imposible! Estuve con ella hasta tarde. Sí, muy tarde. ¿Están seguras? ¡Señoras, por favor! Es una broma, ¿verdad? Una simple broma... Que no. Vaya. ¡Cómo! ¿Mientras dormía? ¿Abrió la ventana? Y marchó entonces... ¿Seguro? Maldita sea. ¿Y no tienen idea de adónde fue? No. ¿No dijo nada? ¿Habló alguien con ella? Que no. Señoras, por favor, esto es grave. Desde luego, ¡cómo voy a escribir sin imaginación! Esperen… ¿tiene algo que decir, señora humo? ¿Sobre la imaginación? ¡Demonios, ya me parecía a mí! Mientras salía usted por la ventana, ¿le dijo algo? Se lo dijo entonces. ¿Qué fue? No me importa que sea una chivata usted, señora humo. Necesito saber adónde ha ido. Hable, por favor… De acuerdo. En privado, si así lo precisa. Me va a hacer moverme, usted. Vamos, no se preocupe. Debe contarme todo tal y como ocurrió. Quiero saber la razón de su marcha. Muy bien. Comience, pero sea sincera, señora mía. Salía usted por la ventana y se la cruzó, imagino. ¿No? ¡Claro! Ahora entiendo. Fue ella quien abrió la ventana. Aprovechó usted para salir… ¿Le preguntó algo? Iba deprisa. Vaya. ¿Tan mal la trato? No. Piensa volver. ¿Pero cuándo? ¡No podré escribir hasta que vuelva…! ¡No! ¡Pero qué dice usted, señora humo! ¡No soy un egoísta! ¡Compartimos la satisfacción cuando escribimos algo juntos! Trabajando con ella es difícil fanfarronear en el arte. Le dijo algo a usted sobre ello… Que sí. Y bien… ¿Está dispuesta a…? ¡¿Cómo?! ¡No puedo creerlo! ¡Imposible! ¡Que exige derechos de autor! ¡La imaginación! ¡Santo cielo! ¡No sé si reír o llorar! ¡Río, pues, demonios! ¡La imaginación desea cobrar derechos de autor! ¡Ella con exigencias! ¡Si ni siquiera es capaz de hablar en público! ¡Si viene cuando le apetece! ¡Si jamás se compromete a nada! ¡Si es capaz de abandonar al artista en mitad de un trabajo importante! ¡Y si jamás da explicaciones! ¡Ja! ¡Que no vuelva! Que no lo haga. ¡Óigame bien, señora humo! Tal vez se la encuentre usted esta noche. Si esto ocurriera, dígale que mejor se quede para siempre en la calle, tratando de cantar cosas que jamás nadie oirá: No tiene boca. Dígale usted que trate de pintar el mundo, pero sin ojos y sin manos. Hágame el favor, señora humo, de proponerle que componga cien poemas en un día. No podrá sin conocimientos de métrica. ¡Dígale usted todas estas cosas, señora mía! ¡Dígaselas tal y como yo se las expuse! Que se percate de que no es nada sin el humano. De que sola no sirve. Que el trabajo conjunto es lo que vale su peso en oro… ¿Cómo? ¿Qué dice usted? Hable. Sí, ya me he tranquilizado. Sí. La escucho. Le dijo algo más a usted… ¿De veras? No quiere abandonarme, entonces. Desea volver. Y quedarse para siempre. ¿Le dijo qué?… ¡Una condición! ¿Cobrar los derechos de autor? No. ¿Qué pedía la señorita? Así que… ¡Pero si ya la tengo en cuenta! Sabe tan bien como yo que nos necesitamos. Pero le dijo… ¿qué? Algo meramente simbólico. Desde luego… Ya sé lo que me va a decir… ¡simbólico!… ¡Así que es eso! ¡Idioteces! Yo jamás firmo mis textos… No sabe usted de la misa la mitad, señora humo: La imaginación se aburre… Pero… Hable, por favor. No se quede tan callada. Ahora que sé por qué ha marchado me quedo más tranquilo. Es obvio que volverá pronto. No, no sé cómo reaccionaré cuando lo haga... ¡Oh, por Dios, señora mía, no sea mal pensada! ¡Pone usted una cara…! Tendremos que hablar sobre todo este lío. Claro que sí. Una vez solucionado el problema podré escribir algo decente. Hasta entonces me queda esperar… supongo. Supongo mal... ¿Cómo? Hable usted, señora humo. ¿Qué ocurre? ¿Por qué se ríen el flexo, el papel y el bolígrafo? ¿Acaso tengo monos en la cara? Que no. Entonces que… ¿cómo dice? Tras la oreja… ¿una mona tras la oreja? Pero que... ¡Demonios! ¡La Imaginación! ¡¿Qué haces detrás de mi oreja, bandida?! ¡Estaba preocupado por ti!
_ ¿Preocupado, dices? Yo no te notaba muy inquieto. Más bien exasperado.
_ ¿Exasperado yo...?
_ ¿No? Tal vez debería volver a la calle, a cantar sin voz, a pintar sin ojos o a rimar sin métrica.
_ ¡Oh, cielos, Imaginación! ¡Sabes de sobra que no hablaba en serio! Me puse nervioso, ciertamente. No esperaba que escucharas todo eso…
_ Pues lo he escuchado todo.
_ ¿Todo? Pero..., ¿cuánto tiempo llevas detrás de mi oreja?
_ El suficiente.
_ ¿El suficiente para escucharlo todo de todo?
_ ¡Ay, jovencito arrogante…! El suficiente para permitirte escribir todo lo que has escrito esta noche.
Alberto e Imaginación

El mundo aparte

Y, acto seguido, aquel personaje decidió salir corriendo, en busca de algo que no sabía si existía siquiera. El problema radicaba en algo muy simple: la separación entre lo real y lo imaginario. Había estado leyendo varios días a Juan José Millás, Gabriel García Márquez y demás escritores transformadores de la realidad, cuando se dio cuenta de que es posible que, no muy lejos, pudiese existir un mundo aparte, donde él no fuese quien es, sino alguien más importante en el mundo (o incluso menos, dependiendo del lugar) y donde por fin encontrase la felicidad sin dinero en los bolsillos. Este personaje soñaba con que en un mundo distinto las cosas no se podrían comprar con dinero, que sólo existía el trueque. Entonces cerraba los ojos e imaginaba que cambiaba su antiguo discman por un nuevo reproductor de música de nueva generación, porque el truque siempre beneficiaba al cliente, ya que el comerciante, en el mercado negro, lograba cambiar esos trastos viejos por cosas que el hombre de a pie nunca podría ni imaginar.

A los pocos días de estar pensando en mundos aparte notó una mano en la espalda: era él mismo.

- ¿En qué piensas? - le dijo "su otro yo"

- ¿Quién eres tú y qué haces en mi casa?

- Soy tú, ¿no lo ves? Soy él tú de un mundo aparte. No sabría explicarte, pero he llegado hasta aquí. Estaba pensando, al igual que tú, que podrían existir vidas distintas en otras dimensiones, cuando, sin saber ni por qué ni cómo, he llegado hasta aquí...

sábado, 13 de marzo de 2010

El Tapicero

_Ha llegado a su localidad: ¡El Tapicero! Tapizamos todo tipo de páginas web, así como Blogs de generaciones literarias con sístomas de estancamiento...
_ ¡Disculpe! ¡Pare! ¡Pare!
_ ¿Quiere contratar nuestros servicios, señora?
_ Sí, sí, por favor. Necesito la remodelación de un Blog.
_ De acuerdo, me espera usted, que aparco en aquella esquina.
_ Gracias, gracias, no sabe usted cuánto lo necesito.
Una hora más tarde...
_ Señora...
_ Dígame usted, hombre, que lleva una hora sin decir ni pío.
_ Me temo que no voy a poder remodelar este Blog.
_ ¡No me diga eso, señor! ¡Es un Blog muy importante!
_ Yo he hecho lo que he podido, señora. He intentado remodelarlo de mil maneras, pero no he quedado conforme con ninguna de las mil.
_ ¡Ay, chiquillo, alguna tiene que valer! ¡Tampoco tiene que quedar perfecto!
_ Sí tiene que hacerlo, señora. Yo soy un profesional, y si considero que un trabajo no va proporcionar los resultados óptimos al cliente, no lo tomo.
_ Y entonces, señor, ¿qué me recomienda usted que haga? ¿Que lo dé por perdido?
_ No, señora, que lo remodele usted misma.
_ ¿Yo misma? ¡Pero cómo!
_ Pruebe..., señora..., usted pruebe esas mil maneras de remodelarlo. Publique en él todo lo que se le ocurra. Desbórdelo de entradas para que el lector vaya opinando sobre el plano irregular del tapiz, y así irá usted dándole forma a través de los comentarios que ellos hagan.
_ Lo pinta usted muy fácil.
_ Ajá... y... ¿no lo es?




Alberto Cancio García

miércoles, 3 de marzo de 2010

Recomendación: Nuevo disco de los Mojinos Escozíos


No todo es literatura en la vida, eso está claro, y como mis compañeros de blog me han pasado vilmente la bola de publicar, lo haré sobre algo que siempre me ha gustado: Los Mojinos Escozíos. Los han tachado de irreverentes, de bordes y de miles de cosas malas más, pero yo sé la verdad: son unos genios que siempre, y digo SIEMPRE, consiguen entusiasmarme con cada nueva cosa que sacan.


Ya van 12 discos (¡si me equivoco que alguien me corrija!) y nunca publican nada que no sorprenda. En esta ocasión vienen con el disco llamado La leyenda de los hombres más guapos del mund", en el que tienen canciones increíbles como "El mítico chupachú" (donde te explican como comerte un chupachups), "La leyenda del hombre que envidaba a los perros", etc...


Además, con la salida del disco, Miguel Ángel Rodríguez "El Sevilla" saca un nuevo libro (después de títulos tan famosos y aclamados como Memorias de un homo erectus y Diario de un ninja) bajo el título de El hombre que hablaba con las ranas.


Espero que esta recomendación consiga su fin, que no es otro que demostrarle al mundo que este grupo es uno de los mejores, quizá el mejor, de nuestro país, ya que musicalmente nadie les llega ni a la suela de los zapatos. Ya sabéis, el disco salió ayer a la venta, por lo que estáis tardando en ir corriendo al carrefour para comprarlo.
Y poco más, para la próxima prometo seguir siendo yo mismo y publicar algo que no tenga nada que ver con la literatura, que, por lo que veo, para eso ya están mis dos compañeros. Un saludo a todos los gorriones del mundo y a todas las señoras que se tiran veinte minutos en la carnicería decidiendo qué comprar.