Esta tarde, en la parada del autobús, se preguntaba Marcel, en guerra contra el viento de levante, por qué a veces se le resbalaban las palabras de las manos y estallaban antes de caer al suelo hechas trizas, cuando la última bocanada de su cigarro le hizo ver a un niño a su lado con un dedo en la boca. Oía de lejos las órdenes de su madre, que lo instaba a no chuparse las manos después de tocar el asfalto de la acera donde jugaba, y al ver que no le hacía caso y que mantenía sus ojos fijos en él, Marcel trató de ayudarlo:
—No te metas las manos en la boca, que el suelo está muy sucio.
Como era de esperar, tampoco a él lo obedecía. Entonces ideó un plan:
—Mira mis manos. ¿Sabes lo que puedo hacer con ellas?
El niño ladeó la cabeza con la boca semiabierta y el dedo dentro.
—Con estas manos soy capaz de hacer música. ¿Te gusta la música?
El niño asintió. O bien estaba estupefacto ante las palabras de un desconocido, o bien, al igual que muchos hemos hecho en nuestra infancia, le costaba responder.
—¿Te gustaría hacer música con las manos? —insistió Marcel. Recordaba aquel verso que una vez escribió en su libreta: «la música subiendo por mis manos», en honor a un recital.
El niño volvió a asentir. Esta vez sonreía, con ese ademán de la inocencia que el hombre en ocasiones añora.
—Entonces, debes cuidarlas. Han de estar limpias, porque así cuando toques el piano conseguirás que suenen mejor. De modo que sácatelas de la boca, ve con mamá y que te las limpie.
El niño, sin más, obedeció, corrió hacia su madre y, mientras ésta las limpiaba con un pañuelo, le dijo:
—Mamá, de mayor quiero tocar el piano.
La madre dirigió una mirada sonriente a Marcel. No sabía si el niño conseguiría ser pianista, pero sí sabía que aquel desconocido había logrado algo imposible. Y el futuro músico volvió a correr por la acera, mientras el viento aún alborotaba el cabello del muchacho aquel que le había enseñado a no meterse las manos en la boca.
Jorge Andreu
25 de marzo de 2012