De repente le entraron ganas de soñar. Cerró los ojos y soñó con un paisaje soleado de primavera, cuyo baño de luces regaba el enlosado silvestre de la montaña hasta levantar del suelo los capullos convertidos en flor. A su espalda ladraba un perro ensimismado en la lucha contra una libélula, y esos ladridos resonaban en su interior como cantos de sirena. Descansaba a su derecha, desnudo y envuelto en sus brazos, un cuerpo de mujer tendido en la arena, húmeda después del rocío, que con la respiración deleitaba hasta a las nubes, unas siluetas enormes y sin forma que controlaban la situación desde lo más alto mientras sentían envidia de aquel par de enamorados. Un pájaro pió a lo lejos con una voz que dejó eco en el aire, otro respondió su llamada en el extremo opuesto del valle.
El sol incidió sobre los ojos de aquel observador, calentó su rostro, le otorgó la vida que necesitaba e invitó a su huésped a acompañarlo. El soñador se levantó con cuidado de no despertar a su sirena y recorrió cientos de kilómetros sin cansarse de mirar el horizonte, los montes que emergían a su alrededor y las especies desconocidas de animales que salían a su paso. Caminó largas horas y, aunque no sabía a dónde lo llevaría su andanza, notaba cómo la felicidad embargaba cada rincón de su cuerpo. Miró hacia atrás, no halló el lecho sobre el cual sació la noche anterior el apetito de sus sentidos, y sin embargo, no le importó: aquella limpia moza, aún desnuda, y el perro que custodiaba su intimidad, habían quedado en el recuerdo; sabía que en algún momento volvería a encontrarlos. El placer de lo que veían sus ojos era mayor, y mucho más profunda su felicidad.
Tras un largo paseo, guiado por el sol y extasiado de belleza, divisó un hueco al final del sendero. Corrió hacia él, pero notaba que era imposible alcanzarlo, y de tanto esfuerzo por conseguirlo, se despegó del idilio.
Despertó en su cama, empapado en sudor, despeinado por los movimientos bruscos de su cabeza contra la almohada. El ventilador expandía el aire caliente de mayo por la habitación, aún a oscuras. Miró el reloj y, al sentir la alarma de las cinco de la mañana y el sofoco de la asistencia a su empleo, lloró con amargura porque no le había dado tiempo a conocer el final de su propia historia.
Jorge Andreu
Lo que me confirma que hay que deleitarse en los caminos, aunque no conduzcan a ninguna parte. De paso, evitamos el ansia por la meta y el equívoco renombre que tienen los finales.
ResponderEliminarBonito, Jorge.
Tú lo has dicho, Isabel. Gracias por seguir pendiente de este blog tras la pantalla. La acción volverá a partir del día 17: tendremos más tiempo que dedicar a este pequeño rincón que, por desgracia, tenemos muy descuidado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jorge Andreu
Me ha gustado mucho! =D
ResponderEliminarGracias. Parece que lo que publico aquí sí te gusta mucho, jeje.
ResponderEliminarUn beso.
Jorge
Que mejor pasatiempo que soñar....
ResponderEliminarDi que sí. En ese mundo todo es posible. No tiene las limitaciones de este.
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