Hablan y sobre ellos se cierne entonces un aura de trascendencia espiritual, de mística erudición que tal vez sólo sea el humo, espirado despacio, de sus solemnes cigarros puros. Es un leve flamear entrecano, sinuoso al principio, pero que, desplegándose luego en torno a sus frentes anchas, narices ilustres y ojos ausentes, se eleva sobre la mesa del bar y asciende a los níveos balcones incrustados en la roca, bajo el cerro impresionante de la torre medieval. Allí arriba, en lo más alto, los cuervos lo sacuden, lo desgarran, y a su escándalo y su vuelo tortuoso responden a menudo las miradas, las de ellos y la mía, para pronto regresar –a los balcones, a esta calle, a este bar – impregnados del azul del mediodía:
El silencio, justo a continuación, da cabida a los graznidos del cielo, pero a ellos no les entusiasman demasiado. No hay atmósfera envolvente que admirar. Ni siquiera parecen ser conscientes, aquí y ahora, del hermoso y escarpado torreón que se alza cincuenta metros sobre nosotros, ni del cielo esplendente que lo dibuja y delimita entre los aires, ni aun del vasto tornasol de las macetas dispuestas calle arriba. Son ancianos: Hombres muy capaces de embriagarse con el busto insinuante de una mesera jovial, pero remembranzas vivientes, al fin y al cabo, de la carne palpitando entre manos arrugadas por los años; una vida ya vivida y el deseo efervescente y reprimido de volver. De volver a ser hermoso, por supuesto, y optar a sostener sobre el regazo un mundo entonces más hermoso que ellos mismos y al que ahora sólo queda sonreír entre las canas. Sobre ellas se pasean ambas manos bien abiertas, y la joven marcha adentro cargada de vasos, así que vuelven a su moderna conversación celebrando un aire de muecas demasiado barroco:
Son aseveraciones incoloras, como pequeñas instancias elevadas al cielo a regañadientes. La resignación transformada en humo de tabaco y magnificada por un paisaje del que ellos mismos son parte ineludible, como el cielo, los cuervos o el castillo. Miran de lejos algo que ya jamás compartirán con el destino –la joven camarera – sin tasar lo que el azar les ha brindado en realidad por el simple hecho de ser, de haber sido en esta historia y lugar extraordinarios. Como el poeta que no canta a su mujer sino cuando de ella sólo quedan tres iniciales sobre una piedra, envejecer aquí los ha habituado a la magnificencia y privado, así, de reconocer el halo de magia que los envuelve. El aura del que sólo yo disfruto por el simple hecho de no ser parte constituyente.
Ahora la mesera viene a mí oliendo a carne en salsa de tomate.
Un plato de la tierra, me dice, y en su guiño y voz entiendo que tampoco es de por aquí, que tal vez ella, como yo, tenga la inútil capacidad de abstraerse. Antes de volver a entrar se ha parado en la puerta y respirado hondo. Yo lo hago a menudo desde mi llegada esta mañana, como queriendo acaparar cada centímetro cúbico del aura que he descrito. En dos días habré vuelto a la ciudad y tocará olvidarse un poco de estos halos. Por el momento, y como denunció Machado que no se canta a lo que se tiene hasta que se pierde, yo seguiré cantando.
Alberto Cancio García
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