jueves, 30 de septiembre de 2010

De cualquier manera...

Sube la marea de la mar azul y verde,
unas veces con estrépito de guerra,
y otras con mesura de serpiente.

Trepa en ocasiones a la roca y
se dispara y precipita por la tierra;
aunque a veces la acaricia desde abajo y
se diría que no sube, que resbala
como un vidrio movedizo y transparente.

A menudo la marea sube súbita y revuelta, y
acomete relinchando contra el canto de las piedras;
la marea, también puede subir lenta con los peces,
con la anchura prolongable de una lengua
que lamiera la piel tibia de la playa, mansamente.

Mi castillo, tan de arena…
siempre acaba derruido por la mar azul y verde,
unas veces con vehemencia,
y las otras, no parece.

Alberto Cancio García

lunes, 27 de septiembre de 2010

Ingeniera Botánica (I)

Si riegas con lágrimas puercas
la losa cuadrada del suelo macizo,
antes que el Sol aparezca
habrán germinado y crecido edificios.

Alberto Cancio García

Fotografía: Google.

domingo, 12 de septiembre de 2010

BILIRRUBINA 3'

La lluvia no miente. No a Soledad, cuando la moja y la destiñe sin decoro. Está vieja, sucia, fea, y la verdad es el reguero de inmundicia que gotea entre sus piernas, y la costra que resbala por su cuello inexistente, y un traspiés después del charco, la cojera, y el dolor al sacudir los huesos contra el eco acartonado de las calles. Antes sabía llegar sola a los toldos cubiertos de San José, no importaba lo que lloviera, pero ahora, sin bastón, ¿cómo hacerlo? Sólo un ciego entendería lo sencillo que es guiarse por razón de surcos hondos y ranuras horadadas en los bordes de la losa, el cantar del adoquín más suelto, la pendiente hacia la izquierda, la tercera columna, y luego el charco, porque ahí suena la lluvia más violenta, y una rama entrometida del quinto árbol, esa con cuidado, despacio, se agacha una un poco y no hay más trabas hasta el borde de la esquina, a esperar que escampe. A esperar.

Que cese la lluvia y no se lleve la costra, por favor, que apesta pero entibia el cuerpo lastimado. Ya veremos cuánto tarda, que no huele a lluvia larga ni tan largo es el camino de vuelta. Que una es ciega pero sabe. Y sabría llegar sola, con bastón, pero qué si se perdió. Pues que espere el jovenzuelo. Él tendrá el aguante y ella sueño tranquilo y guarecido. Y cuando escampe, que la lleve. Despacito. Sin prisa que ella sepa donde pisa. ¡Ay si no lloviera! ¡Ay si tuviera el bastón! ¡Qué chico el mundo! Y no tan grande como dicen. Este joven, pues porque él ve, ya se piensa que es más listo que el hambre. Pues por hambre ella ha aprendido a leer las cosas del suelo, vaya, y se las sabe de memoria, como si fuera un trabalenguas. Y si a este niño la lengua se le atora para hablar de una chiquilla, qué sabe él de esas cosas, que son de vieja, los laberintos y trabalenguas, claro, no de Sole. ¡Soledad! Que una mengua y tiene nombre.

_ ¿Cómo se llama la niña?

Y Martín, estupefacto, siente el fuego del rubor, y el suelo quema de repente, y quema el brazo de la vieja, el quinto árbol y la esquina, todo arde en forma de nombre, las ramas y cornisas echan humo, y se despide el dulce olor. Es un incendio apasionado y las palabras no le salen entre llamas. Se consumen allí dentro, con su nombre, tras la lengua que no lo toca, lo derrite y lo evapora y lo deshace en polvo blanco.

Soledad se escandaliza silenciosa. ¡Ay dejar que la acompañe un mozo torpe! ¡Es un nombre! ¡Ay de ella, que le entrega sus fanales a un zopenco! ¿Que no sabe trabalenguas? ¡Que no sabe ni decirle el simple nombre de la niña!

Pero ya sí, ahora sí, él lo sabe, lo entiende, y lo enciende y carboniza. Ni siquiera un trabalenguas en papel arde tan bien como su nombre. Se lo guarda entre las brasas del pensamiento para siempre. Y allí queda, palpitante. La lluvia apagará los rescoldos, ¿no es cierto? Y luego el nombre será ceniza. Será la nada.

_ ¡Ay si no lloviera!

No importa. Porque llueve, pero sabe el fuego resurgir de la nada y de repente. Un instante, una chispa, un nombre, y florece entre los labios, duele, quema, se siente. Claro que se siente.
Extinguirse en la candela no es cuestión de finitud. Ya pueden correr, como dicen, quinientos años, que el nombre, el de ella, resucita una y mil veces, cebado de su propia combustión. Es el Ave. El Ave Fénix. Y la calle y la indigente, y él turbado.
Vuela, pájaro de fuego. Vuela lejos y acobarda a los demonios.
Ya no lloran. Ya están limpias las baldosas de la noche.







Alberto Cancio García

jueves, 9 de septiembre de 2010

BILIRRUBINA 2'

_ Era bella.

Y Soledad mira sin ojos. Se disgusta. Se resiente. Se entristece. Porque ella también lo fue.

_ Y la miré.

No. No fue ayer, pero sí hace siglos, cuando todo era salvaje en los cabellos y el Sol tenía forma de secreto. Fue bella Soledad entonces. Joven, liviana y sonriente, volvía tarde a casa, húmeda de amor y sal entre los muslos, enterrando los pies bajo la seda de la playa a cada paso, para no llegar. Para anclarse en la mocedad y en la blancura de la noche llena.

_ ¿Era blanca?

Y el blanco se vuelve eterno entre los labios de Martín. Reluciente, como el mudo palpitar de las estrellas a lo lejos. Y es un techo eso de arriba, maldito, una ruin baldosa negra, y otra y otra, mal juntadas todas, y por eso, las estrellas. No son puntos solitarios, es el cielo que se cuela por las brechas y junturas. Muchos de esos agujeros son de ella, fueron de ella, cuando aun tenía fuerzas para alzarse a más de un metro y con las uñas desgarraba la argamasa del ladrillo.
Hace tiempo que no busca arañar nada, sucia vieja, y se abandona entre la mugre de su esquina polvorienta. Para qué tergiversar la realidad de estar podrida. Para qué. Es el velo del recuerdo lo que el joven quiere darle, sucia lacra, esperanza, juventud.

_ Fuera de aquí.

Que no es tiempo de mentiras ni sonrisas. Que al techo de la noche se han subido sus demonios y están golpeando las baldosas con puñales y martillos de recuerdo, y como ella ya no añora, ya reniega de su playa y de su vida, los recuerdos son tan tenues que se quiebran en el acto y caen al suelo.

_ Óyelos, están llorando.

_ ¿Quién lo hace? Sólo llueve.

_ Los demonios en el techo. Se les rompen los martillos.

_ Pobres. Pobres.

_ Vamos pronto bajo un toldo. Se acabaron las sonrisas. Yo era blanca por entonces.
Pero han muerto ya los tiempos en que Soledad era Sole.





Alberto Cancio García

Problema léxico-temporal


No sé si decir que es fácil o que no es difícil, ciertamente no es lo mismo lo uno que lo otro. En ello gasté buena parte de la mañana, en decidir que expresión sería la más correcta. Hablar como es debido es ya una obsesión, como ordenar los libros por tamaño o las especias por colores. Pero la cuestión que me rondaba iba más allá de una simple complicación léxica.


Hace unos años compré a través de una subasta un reloj de pared, de esos que ya hoy en día pueden considerarse “antiguos”. No había dado problemas de funcionamiento, los únicos problemas causados por el reloj se situaban en el extremo más alto de mi cuerpo, cada vez que llegaba el momento de restar una hora de vida. La manilla que contaba sesenta sin cesar su movimiento circular ni un solo instante parecía fatigada aquella mañana, como si le costase trabajo avanzar en el tiempo. Realmente me sentí asustado, no podía concebir los minutos más largos de lo que ya lo eran habitualmente, y parecía, a simple vista, que aquella mañana la trayectoria del segundero había duplicado el tiempo que necesitaba para recorrer el círculo. Solo fueron necesario dos minutos (cuatro) para ratificar mi primeriza suposición. En el momento no vi problema, pero luego caí en la cuenta que estaba viviendo dos minutos reales de los cuales, solo de uno de ellos quedaba constancia material. El tiempo físico real era el que quedaba marcado en el reloj, por lo que viviría cada día cuarenta y ocho horas de las que solo tendría que restar veinticuatro a mi existencia terrenal, es decir, de cada día gastado obtendría otro como obsequio, por lo que mi vida se remontaría al doble de lo que está estimado. Después de esto acerté a encontrar otra posibilidad. El tiempo real gastado fuesen dos minutos de los cuales solo habría vivido uno, de modo que en contraposición a lo anteriormente expuesto, viviría cada día doce horas reales, aunque en el reloj quedasen marcadas las veinticuatro que se supone que debería vivir.


Ante esta última opción posible frente a mi “problema mañanero” pensé que era fácil o que no era difícil sentirse asustado, estuve al menos una hora decidiendo que cuál sería la expresión correcta, o quizá fusen dos horas o solo media, eso aún no lo he terminado de descubrir. Cada cosa a su debido tiempo.
Imagen y texto: Eva Te.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Bilirrubina 1'

_ Miré. Y me sentí culpable.

_ ¡¿Miraste?!

_ Sí.

Una mueca de Soledad, vacía y renegrida como ella, nunca deja indiferente a nadie. A nadie que se precie, al menos, de ser un hombre íntegro, o de vivir conforme al rito del reposo y la cordura. Porque aun sin muecas, Soledad asusta a los que viven de día y duermen de noche, con un gesto, una palabra, o con sólo abrir la boca y enseñar sus cuatro dientes ambarinos.
Y una mueca. Una mueca es excesiva. Es llegar tarde al trabajo, no cumplir con una esposa, cederle a un buen amigo un vaso lleno de cristales, y mirar la mugre de una esquina sin fruncir el entrecejo. Porque fruncir siempre enturbia las cosas, y ahora, tan de noche, para qué, si ya está bastante oscuro.
La vieja vive ahí, en esa esquina, Soledad. Su nombre, ella, como su hálito de vida pestilente, descubre las cuencas huecas de sus ojos para hablar, y en la hiel de lo que fueron las sustancias, ni ayer lo hubo, ni hoy hay nada. Una mueca tal vez, como todas, y, precisamente ésta, la de esta noche, la más terrible, áspera y rudimentaria de la historia: una mezcla de rigor y desconcierto poco fingido, que maniata lo inteligible y apaga, de dos hachazos, dos farolas.
Y cualquiera, tú o yo, habría corrido calle abajo en pos del sueño de los cuerdos. Escapar del histrionismo de la escena, de la noche y la indigente, del vaso lleno de cristales, y dormir. Pero Martín Tablero no teme a la oscuridad, ni a ella. La costumbre, la suya, ha terminado por admitirle a la vieja esos gestos desgarbados, la actitud retórica y chabacana propia de la ira contenida y detonada a un mismo tiempo, y él se siente cómodo en la calle, confesando sus fatigas y su historia a quien no tiene más historia que la de los noctámbulos que hurgan en su esquina, fatigada.
Alberto Cancio García
Fotografía: Google.

domingo, 5 de septiembre de 2010

El grito

...y llegué a la soledad embriagadora, tan eterna, de esta playa inabarcable,
tan oscura al caer la noche, para dar cobijo a locos y tan locos.

...y llegué solo, loco, claro, embriagado y tan eterno, porque quise caminar sobre la arena
muy a tientas, y beberme el infinito y adentrarme en la penumbra.

...y lo hice para verlo, una vez más, y sin verlo detenerme... y escuchar ese lamento,
que es la brisa, y los gemidos, que son mar.

...y el terror de cantos fúnebres, rumor de sus cañones... de leyenda, que no están,
y uno lo sabe, pero loco, y embriagado, claro, ¡quién va a sospechar!

¿Qué deseos alimentas, tú, que soy yo, frente al grito violador del horizonte inalcanzable?
¿Qué es lo que mantiene, tan ardiente la esperanza

de ser libre, de marcharte, muy, pero muy lejos, hacia el fondo, lo invisible, lo mezquino,
lo temible? Y regresar de la aventura, quizá muerto, fracasado...

...calla tú, que tú eres yo, y yo llegué a la soledad, embriagadora, casi eterna, de esta playa inabarcable para hablar y no dudar; y jurar y perjurar

lo inasequible y prometer, a sabiendas de estar loco, que algún día, muy lejano, os traeré,
sobre las manos, o encerrado en un arcón, el legado de los sueños imposibles,

las verdades y quimeras con que siempre, loco, claro,
endulcé la hiel amarga de mis labios infantiles.






Alberto Cancio García

viernes, 3 de septiembre de 2010

...y tan contento

Subía a la montaña,
aferrándose a las piedras
y al llegar a lo más alto,
¡mierda!

Cuál sería el recorrido
si cayésemos, cayésemos, cayé-
semos,
y no hubiera duras piedras
que espaciaran el abismo.




Alberto Cancio García

AC-CIDENTE

Ac- es el impacto,
-cidente la secuela.

Ac- es el revés,
y -cidente la desdicha.

Ac- la mente en blanco,
-cidente la conciencia.

Ac- el sobresalto,
-cidente lo que duele, picha.


Alberto Cancio García

Desde mi mesa.

Me ahogo porque de vez cuando,
como no me gusta este lugar,
intento averiguar cuánto tiempo puedo estar
sin respirar.

En la barra del bar una joven rubia nos miraba, con esa mirada penetrante de quién inventa vidas cuando pasea por la calle, desde nuestra mesa, sus ojos se veían grises, y sus manos sin arrugas agarraban el frío vaso lleno de cubitos de hielo y de alcohol. No es necesario que las arrugas inunden tu cuerpo para tener conciencia del paso del tiempo, los verdaderos pliegues del tiempo anidan en los lugares más recónditos del alma, y desde nuestra mesa, su alma se veía plagada de arrugas.

Eva Te.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Di azepa m

_ No se preocupe, don Jesús, de veras no se preocupe. Es cierto que no suelo trabajar en vacaciones, pero tratándose de usted y de su problema, ¿le parecería bien fijar nuestra próxima cita para el día... jueves 25?

_ ¿De este mes?

_ Claro.

_ Pues... justamente ese día no puedo, doctor. Es mi cumpleaños y..., la verdad, mi familia es algo exagerada con las celebraciones.

_ Está bien, está bien... su cumpleaños. Vaya, y es usted del setenta y siete, como yo.

_ Sí.

_ Le doy mis felicitaciones adelantadas, don Jesús.

_ Gracias...

_ ¿Le parecería entonces pasar por aquí al día siguiente, viernes 26?

_ Pues... bueno... Sí. Creo que el viernes 26 podría.

_ Muy bien. Dicho y hecho entonces: El viernes. Existe el inconveniente de que la zona de consultas privadas estará cerrada, pero si no se retrasa podré atenderle en alguna consulta de la segunda planta que quede libre. Busque el pasillo de Psicología. Le estaré esperando.

_ De acuerdo.

_ Bien. Ha sido un placer, don Jesús. Recuerde lo que le he dicho sobre su falta de sueño. Dormir bien es indispensable para que las alucinaciones dejen de manifestarse.

_ Sí...

_ Tranquilo, don Jesús. Solucionaremos su problema. Sólo necesita usted autocontrol y autoconfianza. Nosotros le ayudaremos a superar su manía persecutoria.

_ Sí...

_ Por cierto. Al salir, dígale usted a mi secretaria la fecha acordada. Es más seguro que quede en el registro.

_ Vale.

_ Hasta el viernes entonces.

_ Hasta el viernes.


El mostrador de la secretaria es una orgía de papeles sellados.


_ Son... 60 euros. Y le apunto la cita, señor.

_ Es... para... el viernes 26.

_ Muy bien... viernes 26... ¿me da su nombre si no le importa?

_ Sí... claro..., Jesús.

_ ¿Apellido?

_ De Nazaret.











Alberto Cancio García
Fotografía: Google