Hablábamos de delegar. Son las 10:30 y el autobús ha hecho una parada más larga de lo normal, por lo que he podido mear tranquilo y estirar las piernas dulcemente.
Solía fumar durante estos descansos; hoy me he limitado a dar vueltas por aquí y por allá, curioso, como uno de esos viejos encorvados que parecen indagar las calidades del terreno, cabeza gacha, manos entrelazadas en la espalda, mirada cálida y sabia conjetura: Esta región de Cádiz, muchacho, es bastante mediocre.
Reincido una y mil veces en la inherente devoción que profesa el ser humano por estropearlo todo, aun cuando se hace difícil lograrlo. Ya en otros cientos de viajes me ha sorprendido no hallar un sólo centímetro de tierra libre de las chapuzas de nuestra especie, pero he de reconocer que la zona de Cuatro Caminos es un ejemplo aterrador de a lo que puede llegar el bípedo estúpido. No es cuestión de caprichoso ecologismo –adecuar el medio a la rentabilidad económica en perjuicio del paisaje es práctica tan común que ya ni acongoja –, yo hablo de absoluta e indómita fealdad. De espectacular asimetría en la disposición de las estructuras, de desaliño, torpeza, desidia. Crudísima devastación. El pueblo y sus alrededores semejan un tipo de dolencia infecciosa, que hubiera ido ennegreciendo el terreno progresivamente para contaminarlo luego de hormigones mal dispuestos. Desproporción premeditada. Edificaciones que crecen como la mala hierba aquí y allá, donde uno menos lo espera. Tierra sucia, plantaciones negligentes. Ni un sólo árbol que las cerque… Un paseo por las calles más céntricas de París podría perturbar la serenidad de cualquiera que se haya planteado lo nocivo de las grandes aglomeraciones, pero el aspecto de este maltratado rincón, por vacío y silencioso que se muestre, ralla en lo obsceno.
¿Es posible obviar la sensibilidad estética de una forma tan burda? Quien me conoce sabe que no simpatizo con las ciudades, que me crié en las lindes de un bosque y frente a una playa salvaje, y que, en efecto, sustituir árboles por carteles publicitarios me provoca poco menos que diarrea. Todo cierto, no lo niego, pero después de diez años de errar por la capital gaditana sigo dispuesto a amarla por una única y sencilla razón: Es bonita. Aunque ruja de motores y miseria, aunque a veces soliviante con sus vientos y su risa compelida, Cádiz es una maravilla estética. Sin dudarlo. Asimismo París, Londres, Granada, Sevilla, tienden a espantar de frivolidad, pero rezuman encanto si se las contempla sereno. Aguijonean la sensibilidad, la admiración, quizá la nostalgia,… la cosa, en definitiva, que permite a uno hallar la paz sobre la barbarie en un momento no concreto. Pero nada es abstracto aquí, Madre de Dios, nada en absoluto. Hace cinco minutos que he subido al autobús, cansado de indagar suelos, paredes y colores demasiado precisos, y ahora, mientras el conductor pone en marcha este bicho maloliente, llego a la conclusión de que alejarse de los grandes núcleos urbanos exige rechazar de una vez las realidades indeterminadas, la teoría, la vaguedad. Aquí, todo lo que es, es, notoriamente, y las inexactitudes, para los edificios.
Supongo que en ello transmutará la realidad conforme vayamos ascendiendo la ladera en pos de las ceñidísimas aldeas de la Sierra de Grazalema. A partir de ahora, sólo los pueblos con habitantes satisfechos serán hermosos: Localidades tangibles, rudas, desaliñadas en sus gentes y sus cuestas, y con la virtud de haberse despojado, hemos dicho, de cualquier necesidad de idealización. Zahara, blanca y lejana, bien podría ser la más visceral de todas ellas, pero dedúzcase que en absoluto temo hallar en su entorno lo que aquí.
Sea cual sea la actitud de los zahareños, antes de llegar a Algodonales ya me habré inserto entre edificios demasiado bien ornamentados para permitir la monstruosidad que han hecho en Cuatro Caminos: las montañas. Las duras, precisas y concretas montañas, capitales subrepticias de dioses contundentes, y sobre las que ha trabajado desde siempre, no el pequeño humano con su triste afán de maniobrero, sino la cruel, altiva y muy excesivamente concreta naturaleza.
Dormiré un rato. Tengo ganas de llegar.
Alberto Cancio García
"adecuar el medio a la rentabilidad económica en perjuicio del paisaje es práctica tan común que ya ni acongoja"... sep, definitivamente te adoro
ResponderEliminar¡Jajajaja! ¿Acaso no es cierto? A estas alturas, hasta Tarzán se resignaría ante ello... Ya puestos a soportar monstruosidades...
ResponderEliminarYo también te adoro. Eres muy, muy, muy, muy y muy entrañable :)
"Asimismo París, Londres, Granada, Sevilla, tienden a espantar de frivolidad, pero rezuman encanto si se las contempla sereno. Aguijonean la sensibilidad, la admiración, quizá la nostalgia,… la cosa, en definitiva, que permite a uno hallar la paz sobre la barbarie en un momento no concreto".
ResponderEliminar"Las duras, precisas y concretas montañas, capitales subrepticias de dioses contundentes, y sobre las que ha trabajado desde siempre, no el pequeño humano con su triste afán de maniobrero, sino la cruel, altiva y muy excesivamente concreta naturaleza".
También creo haberte dicho alguna vez que eres filósofo.
Filófoso... ¡Jajajaja! ¡Ay, amigo Jorge Andreu, si te dijera que llevo años huyendo como loco del maldito estado contemplativo!
ResponderEliminarQuizá sea falta de inteligencia pero, créeme si te digo que nunca saqué conclusión plausible de aquellos ratos de observación. Hubo lucidez en algunas ocasiones, pero no llegué a nada que no viniera ya en cientos de libros.
Desde entonces prefiero inventar el mundo, algo que sí podría convertirme, quizá y con suerte, en un personaje original, antes que dejarme los sesos en la vana lucha tras la Verdad.
Y en efecto, en contra de todo lo que acabo de decir, esta serie de relatos es autobiográfica. Pero tiene lógica que así sea: Describe mi reciente viaje a la Gran Naturaleza. Vivir entre parapetos grises incita a la poesía en su concepto de evasión; en cambio, al caminar entre farallones uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que el Mundo sea tan impresionante.
Quizá por eso somos tan abstractos en Cádiz. Esas puestas de Sol sobre ese Mar inmenso son alucinantes, y yo en realidad jamás desasistí la condición primigenia y esencial de la Filosofía, el asombro.
Gracias por comentar, hermano.
"Ya en otros cientos de viajes me ha sorprendido no hallar un sólo centímetro de tierra libre de las chapuzas de nuestra especie." Todo dicho.
ResponderEliminar¿A que sí? Eso es un coñazo. ¡¡Qué manía de cambiarlo to!!
ResponderEliminarGracias por comentar SSR :)