viernes, 6 de mayo de 2011

EL FIN DEL PRINCIPIO

Noche ha caído, eterna, sobre los roídos muelles de la isla de Nueva Providencia. Una sábana de espesa niebla se apodera de la bahía y amenaza con vaporizar el armazón de los navíos que, fondeados en ella, reposan la quilla tras un día de intrépidas hazañas y excitante navegación. La brisa marítima, caliente, golpea a bocajarro e insistente contra las paredes calcáreas de las casuchas levantadas junto a la playa, y trae consigo el olor a pólvora y sangre que las batallas navales derramaron hoy sobre el mar Caribe. Un arrullo lejano. El aura, que gime entre las abruptas cornisas montañosas a espaldas del pueblecito, entona melancólicas baladas amerindias ya usurpadas a esta tierra, e invade de improviso a los marineros que decidieron pasar las horas de oscuridad vagando en solitario por selvas o acantilados.

Nueva Providencia, como todas Las Bahamas, se prepara para otra noche templada y añeja en que el romanticismo desaforado torna en amorfa papilla los valores que la corona española tratara de imponer antaño. Nos encontramos en Nueva Providencia, la Isla de los Proscritos, la Sede de las Libertades, la República Romántica de los Piratas.

Ni a media yarda de las complejas formaciones coralíferas que, en variopinto mosaico, componen la apacible ensenada, se alzan atrevidas las primeras casitas blancas de un pueblo silencioso y sombrío. Los despojos ruinosos de lo que un día fue la gran muralla de Colón circundan a trompicones la superficie ocupada y ofrecen al poblado un aspecto sólido y cándido. Anchos senderos arenosos flanqueados por tierras de cultivo y abundante vegetación tropical, ascienden ladera arriba para ceñirse de pronto entre la madera y la cal de las estrechas calles empedradas. Unas callejuelas que pintan la nostalgia de tenue amarillo con las luces de sus lóbregos faroles, en virtud de finos pinceles, y que acomodan su forma a la caprichosa disposición de las sencillas casitas costeras, jamás superiores a la altura de dos pisos.

Quietud. Quietud sobrecogedora, envolvente. Y la estela efímera de un felino rasga en silencio la etérea oscuridad de la calle WoodLeg sin dejar rastro a su paso.


Alberto Cancio García

7 comentarios:

  1. Todas las características que hacen del romántico empedernido el (que no un) gran escritor. Me quito el sombrero.

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  2. Yo también... Admiro la frescura en la voz de aquel chico remoto, siempre impresionable y extenuado de erotismo. Este texto es irremediablemente antiguo, adolescente. ¿No ocurre a veces que, releyendo los fragmentos inacabados de esa adolescencia, uno mismo rechaza incluso la posibilidad de que en efecto sean suyos?

    Creo que hoy no sería capaz de reproducir un escenario tan oloroso como éste.

    Gracias por leerme y dejar huella por aquí. Nos vemos en tu blog, niña oryana.

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  3. La estela del mirlo anda un poco vacía :)

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  4. Entiéndelo, mujer. No quiero un jaque a medias. Quiero un jaque mate absolutamente apocalíptico :)

    Gracias por comentar.

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  5. Por cierto, Ámbar... He visto que uno de tus libros favoritos es Tierra Virgen. A mí me flipó, pero no estoy seguro de si hablamos del mismo. ¿Lees a Vázquez Figueroa?

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  6. Como no se si leerás la respuesta en mi blog, te la pego aquí :D

    "Mmm...Tierra Virgen me encantó, Tuareg también, los ojos del Tuareg un poco menos, y Coltán y Kalashnikov no demasiado. Es todo lo que he leído."

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  7. Ajám.. también pegaré esto en tu blog:

    Lee Ébano y la trilogía de Océano: Océano I, Océano II (Yaiza), Océano III (Maradentro).
    Te recomendaría bastantes más, pero yo me quedo con esos. Besos :)

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