jueves, 31 de diciembre de 2009

Feliz 2010

Un soneto me manda hacer mi pluma,
que escupe tinta china a borbotones,
un soneto con tintes de canciones
que alce nuestras cervezas con espuma.

No por tiempo, porque el tiempo se esfuma,
ni por ganas, pues lo hago a trompicones:
porque estoy harto de escuchar sermones
y discursos que suenan mal, en suma,

dedico este momento al gran placer
que causa la alegría de saber
que con mis compañeros no me engaño.

En nombre de nuestra Generación
mi pluma les demuestra su pasión
y así les felicita el nuevo año.


Jorge Andreu

miércoles, 30 de diciembre de 2009

FIN DE IV CERTAMEN GENERACIÓN DEL OCHO

Damas y caballeros Bonald:

A día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, finaliza el IV Certamen de la Generación del Ocho, que, esperamos, haya servido con presteza a los fines que lo provocaron.
No habré de decir mucho más acerca de él, esperando que, alentados por la Navidad, nuestros queridos lectores nos obsequien con elocuentes e interesantes comentarios.

Gracias a todos por prestarnos unos cuantos tic-tac de sus relojes y hasta mi próximo turno.


Alberto Cancio García


PD: Dado que, al parecer, me ha tocado despedir el certamen que cerrará este año, me veo en la ineludible obligación de desear a todos que el 2010 venga cargado de "pas y felisidá", de edenes "da quí pa llá", donde todos podamos correr libres por los campos, el agua fluya por los ríos y la hierba cresca larrrga en las praderas. Un lugar donde la vegetasión sea verrrrrde y freshhhca, y en el que Piesito pueda reencontrase con sus abuelos y Fievel con su familia.

Te creo, ¡pero mi ametralladora no! Corre, porque voy a contar hasta tres... ¡Voy a contar hasta tres para que salgas echando mistos por esa puerta! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! (...)
Feliz Navidad, gusano miserable...
(...)
¡Y próspero año nuevo!

martes, 29 de diciembre de 2009

Ulukele

A veces los veo por aquel patio, uno de mis lugares favoritos. Son tres, siempre tres. A veces se unen más personas, pero sólo de pasada, al rato se marchan. Siempre veo a tres, a los mismos. No sé exactamente el nombre del lugar, pero les oí hablar algo sobre filosofía y no se qué de filólogos. Me gusta acercarme a ellos porque llevan comida, algunas veces galletas, otras pan, y siempre se les cae alguna migaja que yo, presta y veloz, atrapo sin pensármelo.

Hablan de muchas cosas. Me hacen mucha gracia los chistes que cuentan, el más bajito de todos tiene todo el arte del mundo comprimido entre sus huesos. De vez en cuando les oigo hablar de libros, resaltando que la cubierta es prácticamente tan importante como el interior, aunque, de vez en cuando, es todo lo contrario. También hablan de música, incluso hacen la suya propia. Traen una guitarra española y una chiquitita de color lila, que no sé como se llama (ulukele o algo así).

El café no lo perdonan, ni su hora feliz de cuando en cuando. Nunca he llegado a saber qué es una hora feliz porque siempre se van de aquel patio para tenerla. Otro tema de charla es sobre las clases que tienen a lo largo del día. Uno de ellos no para de rajar sobre la hipocresía de una de sus profesoras. A lo largo de la mañana van y vienen varias veces porque tienen que subir a clase, aunque sea sin ganas (esto último se les nota a leguas).

Casi siempre están contentos, pero yo creo que es simplemente porque se ven unidos, como un triángulo que no puede separarse por nada del mundo. Lo triste es que a veces hasta lo más unido termina separando. Yo espero que eso no pase con ellos, ya que son los que mejor me tratan de todos los que pasan por aquel patio. Por eso me gusta ir allí, por eso es uno de mis sitios favoritos: por ellos, simplemente por ellos...

viernes, 25 de diciembre de 2009

Parque Genovés, 12:37

—Papito, ¿vamos a los columpios?

—Enseguida, cariño.

—Porfa, ya, ya, termina la cereza y vamos a los columpios.

—Está bien, ya voy, ya voy —apuré la cerveza de un sorbo y, sin prestar atención a las miradas de un señor embrutecido que estaba sentado dos mesas más allá, cogí el abrigo de Samuel y pagué las bebidas: una caña y un batido de vainilla.

Nos adentramos por los arbustos, cruzamos los caminos que rodeaban aquella fuente, y a través de las aguas que corrían desde el principio de la cascada entreví varias figuras de jóvenes.

—Papito, ¿entramos a la cueva?

—Pero ¿no querías ir a los columpios? —pregunté, porque no quería que mi hijo viese el espectáculo que estaba a punto de presenciar. Sin embargo, la insistencia de un hijo, y aun su indecisión, llevan a cualquier padre a obedecerlo, así que seguí sus pasos hacia dentro de la cueva.

La rama de una palmera me azotó en la cara antes de entrar por la gruta y dificultó que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. Mentira: estaba oscuro y veníamos de mirar el sol, la palmera no tuvo la culpa de nada. Yo y mis manías de echarle la culpa siempre a alguien…

Samuel iba dos o tres pasos adelantado, así que me apresuré. Llegaba a lo más profundo de la cueva cuando me tropecé con una joven vestida de negro, con un libro en la mano, que salía de vuelta a la facultad, enfadada porque alguien no la había dejado leer tranquila. Esto lo sé porque corría muy deprisa y quise preguntarle si le ocurría algo. Tratar de simpatizar con todo el mundo: más manías. El caso es que supe que llevaba un rato junto a un orificio por el que penetraba la luz del sol y un grupo de jóvenes hizo, con sus ruidos y parranda, que saliera despedida como alma que lleva el diablo. Y puesto que no estaba dispuesto a que esa fiesta, que ya llegaba a mis oídos, molestara a mi hijo, grité: «¡Samuel, ven aquí!», y corrí tras él.

Una chica sentada al lado de un joven barbudo que bebía un trago de cerveza desde la boquilla de una botella de litro, y otro que apuntaba con un teléfono móvil —supongo que de esos que no entiendo cómo pueden grabar vídeo— a un tercero que tocaba la guitarra y canturreaba una canción en español con acento de inglés, mientras penetraba la luz solar por el orificio a mi derecha, al fondo resonaba la cascada y ante mí las carreras de Samuel, eso fue lo que encontré allí dentro. Y no parecieron intimidados por mi presencia; más aún: continuaron con su cante y sus risas, con sus sorbos a la botella que se pasaban de uno a otro, con el espíritu juvenil que yo deseé cuando mis padres me ingresaron por obligación en un colegio de curas. El chico de la melena, que canturreaba como un guiri, me causó la impresión de la libertad que representa una guitarra y un litro de cerveza al aire libre; el de la cámara me inspiraba algo bueno al inmortalizar aquel momento; el de la barba me miraba con un gesto extraño, como de desconfianza, como si yo me fuese a encargar de llamar a la policía o de llamarles la atención; y la muchacha, ¡ay, la muchacha!, tenía cara de niña y unos ojos tristes que me hicieron recordar la inocencia de Samuel, que aún correteaba a mi alrededor y no cesaba de llamarme —¡papá!, ¡papá!— y tiraba de mi mano izquierda para que lo atendiera.

—¿Qué, qué pasa, Samuel? —dije como si me hubiese enfadado, y noté que su expresión cambiaba. De inmediato me sentí culpable y me corregí—: Cariño, no hace falta que me llames tantas veces, ¿qué te pasa?

—Mira qué bonita la cáscara.

Mi hijo tiene cuatro años. Tras mirar la cascada le dije que nos fuésemos a los columpios, porque allí no hacíamos nada y no dejábamos divertirse a los jóvenes. Despídete de ellos, concluí, y la pandilla me dirigió una mirada de respeto, después de la desconfianza generada entre las cejas del barbudo. Yo cogí a Samuel de la mano y juntos salimos de la cueva; le expliqué que no debía acercarse a gente como aquellos jóvenes, que se ponen a cantar en medio de un parque y beben alcohol a media mañana. Samuel aceptó mi explicación, pero no creo que estuviese de acuerdo.

Malas influencias las que ejercieron aquellos jóvenes sobre mí para hacer que me llevase de la cueva a mi hijo. Malas influencias y, sin embargo, buenas impresiones. Porque, pese a la botella de cerveza y la juerga que los acompañaba, la unión que contemplé entre aquellos tres chicos y la muchacha, y aun otro más que llegó más tarde pero al que no conseguí ver sino que sólo escuché su voz, no he vuelto a verla en todos los días de mi vida. Quizá esa unión, el alma de fiesta y la felicidad que capté detrás de los acordes de una guitarra y una canción sobre un camionero; quizá ese gancho que los engatusaba; quizá esa cuerda que compartían atada al cuello; quizá eso sea la vida: sentarse bajo un techo, libre, a cantar, beber, charlar y escribir, eso que tanto intenté en mi juventud y que nunca conseguí: porque mis amigos todos se fueron.

«Porque no queda ni una sola
rosa plantada por nosotros».

Volví a casa y mi mujer me reprochó mi tardanza, y aunque le dije que me había entretenido viendo cómo unos jóvenes se divertían, ella no me hizo caso y me ordenó preparar la mesa. Y yo sin dejar de pensar en aquella generación…

sábado, 19 de diciembre de 2009

Facultad de Filosofía y Letras, 2008

Mediodía en Filosofía y Letras: Los ventanales acristalados que cierran el patio de la Facultad devuelven triplicada la luz del Sol, cuya albura se derrite y se condensa en el espacio. Es el aire en este lugar una piedra tosca y refulgente, que se amontona en áureas columnas alrededor de la plaza de armas, y que espesa el ambiente con su silencio de roca. Un bostezo abierto al cielo. Una silente urna de cristal cuya tapadera se hizo añicos por la presión de dos palmeras, y cuyos escombros no son sino los mismos adoquines del suelo, mineralizados por la quietud exacerbada.

Una discreta familia de halcones descansa de su peregrinaje en torno a esas palmeras, muy atenta al brillo de un papel que yace inerte en medio del patio. El alumno fugaz lo pisa y lo arruga, aunque en su carrera hacia la sombra tiene tiempo de leer algo así como J. Petersen y el concepto de generación... ¿Quién demonios es J. Petersen? ¿Y qué es una Generación? Qué importa. Hay sombra en esa esquina y un banco de metal. El alumno abandona la fugacidad cuando se sienta, porque se derrite con la albura y se mezcla con la roca y se restituye en adoquín. Y vuelve la calma; la quietud en el patio, que no se rompe cuando ocasionalmente otro adoquín murmura, suelta alguna risilla acalorada u hojea Obras de Arte mal grapadas, porque es un adoquín y los adoquines de hoy día no interrumpen el sosiego.

Todo, absolutamente todo, reposa bajo la sombra, en estrechos bancos de metal demasiado distantes entre sí, a la espera de que el calor del mediodía abandone el patio. Pero estamos ya en noviembre y bien parece que el calor pretendiera quedarse para siempre, así que esos adoquines no tienen más remedio que seguir tan inertes como la realidad los describe, aislados sobre sus bancos inamovibles, sin la posibilidad de compartir sus murmullos, sus risillas o sus Obras de Arte con otros adoquines. Porque sería tan devastador salir al Sol y dividir esta calma, esta quietud, este sosiego…, este reposo solitario de pedrusco sigiloso…
¡Retumba! ¡Una bomba en el arca vibrante! ¡Chirría, ensordece, quebranta, tritura! Huyen los halcones y revientan los cristales. Las datileras se rajan. Se troncha el empedrado. Una cruenta sacudida quiebra lo impasible. Desbarata la casmodia y la dentera inunda el patio. Escalofríos como calambres. Un espasmo hecho de ecos. Los alumnos, miran. Sus cabezas de adoquines. Qué ha ocurrido. Los cristales son glaciares, ahora, y el aire es de cobalto. Un instante.

Sólo ha sido un instante. Fluye el oxígeno, paulatino, y el aire toma vigor turquí. Ha sido allí. En aquella esquina de la urna. Y todavía renqueante, la multitud levanta la cabeza. Allí, allí. Uno de los halcones ha vuelto y observa desde arriba, confuso aun por el seísmo. Hay en el suelo un rastro de adoquines desprendidos, y a su fin, un banco de metal recién movido… ¡Pero cómo es posible! ¡Hay dos bancos donde sólo había uno!

Con el Sol de mediodía la friolera pasa pronto. Hace calor, y la albura es albura, la roca, roca, y los alumnos, adoquines. Y a pesar de los cristales rotos la vida continúa como si nada, en absoluta calma, con murmullos, risillas y Obras de Arte en el fondo de la urna. Pero algo se ha generado en el patio de la Facultad: Dos bancos, antes distantes, se hallan ahora el uno junto al otro, por acción de unos cuantos adoquines que superaron el miedo a romper la paz y se quebraron las espaldas arrastrando lo inamovible.
¿Para qué? ¿Qué sentido aunar dos bancos? Tal vez no cupieran todos en uno. Tal vez estuvieran hartos de murmurar, reír, u hojear solos.
Desde aquí parecen adoquines bastante corrientes, además de un poco feos, pero han ganado con su esfuerzo algo mejor que figurar en revistas para quinceañeras.
Porque a partir de este mediodía sofocante, ellos gozarán de un privilegio tristemente vedado al resto de adoquines solitarios: Podrán compartir el murmullo de sus gritos, el calor de sus carcajadas, y sus Obras de Arte perfectamente encuadernadas. Podrán contemplar muy juntos cómo la calma se regenera. Y todo lo que se genera cuando un grupo de artistas es capaz de arrastrar un banco de hierro a través de todo un patio con el único y específico fin de sentarse juntos.

Mediodía en Filosofía y Letras: Un papel que yace inerte en medio del patio se ha enterrado entre los adoquines. Una pena, piensa el alumno. Pero bueno. No importa. Él ya sabe lo que es una Generación.


Alberto Cancio García

IV CERTAMEN GENERACIÓN DEL OCHO

Saludos Cordiales, damas y caballeros:

A 19 de diciembre vuelvo a tomar la palabra que dejé en manos de mis compañeros de Generación, esta vez no con la idea de plantear un Certamen de temática arbitraria, sino obsesionado con la posibilidad de que el lector anónimo confunda la naturaleza del proyecto.

Esta primera ronda de relatos _ejercicios, no más, de agilidad y constancia_ ha servido para autoevaluar nuestra capacidad de publicar en un breve espacio de tiempo y con la mayor elegancia posible. De hecho, Certámenes como los anteriores serán actividad obligada en el Blog, por la perfecta excusa que suponen para escribir sin más.

Pero en este momento, y dado que mi turno me da derecho a ello, he preferido huír de la veleidad y centrar la temática en un aspecto que describa esencialmente a la Generación del Ocho.
Las primeras entradas del Blog constan de tres autodescripciones personales que rompen el hielo con maestría, pero, en mi interior, algo me dice que los lectores ajenos a nuestro círculo han de quedarse algo perplejos ante la violenta puesta en marcha de tres certámenes casi absurdos en su temática.

Por ello, y porque quizá fuera esto lo primero que debimos hacer, compañeros, planteo un nuevo Certamen de la Generación del Ocho, que sí, sería el IV, pero el I dedicado a describir qué es esto que hacemos.

PD: Debo decir, a la atención de aquellos que siguen el Blog desde el principio, que mi relato será aquel que en un principio publiqué como presentación y que más tarde borré con cinco comentarios en su haber, lo que me valió una buena reprimenda y una enseñanza sobre lo que se puede o no hacer en un dominio como éste.
El hecho de publicar un texto ya escrito hace tiempo no debe tomarse como una ofensa a mis compañeros de aventura. Al contrario, yo los invito a que en sus próximos turnos publiquen textos ya elaborados de antemano, para poner a prueba al resto de componentes.

Un saludo, Alberto Cancio.

IV Certamen Generación del Ocho:

Participantes: Jorge Andreu, Abraham Quirós y Alberto Cancio.
Establece pautas: Alberto Cancio (a fecha de 19 de diciembre, primer turno)

Pautas:

- Sin ningún tipo de limitación específica, el relato deberá describir una faceta de la Generación del Ocho, de su conformación, entorno o desarrollo. No olvidemos que se trata de describir de dónde hemos salido.

- La extensión es totalmente libre, pero sin exceder las dos páginas.

- La fecha límite de publicación es una semana desde ahora.

- Mojar pan está to guai.

Fin del III Certamen Generación del Ocho

Con la publicación del tercer relato damos por finalizado el tercer certamen de la Generación del Ocho. Esperamos que haya sido del agrado de nuestros lectores.

Paso de esta manera el turno al siguiente guía, que será Alberto y se encargará de establecer las pautas para la siguiente convocatoria. Perdonen la brevedad y la tardanza.

Un saludo a todos.

Jorge Andreu

miércoles, 16 de diciembre de 2009

¡Sumopo!

Era una mañana cualquiera en la que yo cogía mi tren de siempre, a la hora de siempre. No debería haber pasado nada. Bueno, pasar, lo que es pasar... Tampoco es que pasara. Ahora, imaginarme sí que me imagine...


El caso es que al entrar en el vagón vi sentado a alguien que jamás había visto antes. Tenía un cierto parecido a un personaje de un videojuego de terror, por lo que reparé en él. Me quedé un rato mirando, mientras disimulaba para no violentarle. Entonces, no sé si producto del sueño, de mis horas de juego, del azar o de una mezcla de todo, vi como todo el mundo se convertía en una especie de zombie extraño que lo único que hacía era gritar "¡Sumopo!".


Poco a poco todos se levantaron de sus respectivos asientos y se dirigieron hacia mi sitio. Yo, asustado, intenté abrir la puerta del tren, cosa que resultó inútil debido a que estaba en marcha. Cuando llegó a mi parada bajé de un salto y corrí todo lo que pude. Lo peor de todo fue comprobar que en la calle todos gritaban al son la misma palabra: ¡Sumopo!.

Aquello era una tortura, pude llegar a ver a conocidos gritando la palabrita y con la cara blanca, acercándose a la pared y chocándose con ella. Eran autómatas, parecían no tener vida. Parecían seres estúpidos e inútiles que podían ser engañados de cualquier manera. Eso pensaba, pero al final fue todo lo contrario.

¿Sumopo? ¿Qué significa sumopo? Empecé a darle vueltas al asunto y no conseguía adivinar nada. Entonces, cuando la desesperación se apoderó de mis energías, caí bruscamente al suelo, haciendo un tremendo ruido que llamó la atención de todos aquellos seres babosos. En este instante fue cuando entendí todo aquello y, mientras intentaba levantarme, gritaba en voz alta: ¡Sumopo!.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Menuda explosión

Aunque Yo, como , sea incapaz de proyectar mi voz a través del espacio de los que me pronuncian, y aunque sé que, por tanto, nada de lo que Yo diga llegará en realidad hasta ti, tenlo presente, paisano del singular: Yo soy mejor que .
Y no importa que me halle encerrada en un cartel publicitario de cualquiera que sea este tren, porque, encerrada o no, yo siempre seré Yo, mientras que tú no dejarás de ser por más que me señales desde la libreta donde ese viajero acaba de trazarte.
Es bien sencillo, paisano: A mí el Creador me hizo Primera Persona del Singular. A ti, segunda.

Claro que esto no es casual, ¿sabes?, como tampoco lo es que me hayan impreso en un cartel para ser leída por cientos de personas, y que en cambio ese viajero te haya relegado a la sucia hoja de una libreta de poemas vanguardistas
¿A qué persona en su sano juicio, por muy humana que sea, se le ocurriría llevar una camiseta con una “Y” como único dibujo, pudiendo llevarme a mí con tan sólo añadir una “O” perfecta y necesaria? Te lo diré: Sólo a una que, en un contexto tan idílico como un viaje en tren, decide no elegirme a mí como primera palabra de su poema. Sólo a esa.

Aunque..., ¿sabes…? A pesar de su error de novicio, Yo sé que este ser humano no es tonto: ¿No podría esa “Y” solitaria ser la inicial de su propio nombre?
La elaboración poética nunca fue cosa sencilla, como tampoco lo son ninguno de los procedimientos que mis creadores y los tuyos se inventaron para hacerme y hacerte bailar sobre blancas discotecas. Como en La Yenca, Yo creo en el ser humano, que me hizo eminente, insigne y célebre, y sé que, en su bisoño cavilar, este aprendiz de poeta acabará por escogerme a mí en lugar de a ti para iniciar su poema.

Claro que Yo no diría esto, paisano, si no lo hubiera visto recelar de tu mal tacto: Con aire vacilante te mira y te remira, y se pierde un instante en la esmeralda rugiente de la ventana para luego volver a la butaca del vagón y ojearlo todo con pueril curiosidad.
Más de una vez ha estado cerca de alcanzarme con sus sondeos, y estoy seguro de que finalmente dará conmigo y me elegirá.
¡Y, créeme, ! No es nada ni deixis personal. Si lo digo es porque en belleza y exactitud como pronombre salgo ganando ampliamente. También Yo optaría por mis trazos, ¿sabes?
Sólo mira con qué insigne primor me deslizo sobre el papel, sin baches ni barras que hagan rebotar la mano del escribiente. ¿Sucede lo mismo contigo? Ese ridículo palito atravesado y esa tilde en la “u” son propios de quien no conoce el peine.
¡Y mira lo fácil que soy de pronunciar, paisano, que en contextos templados sueno casi como un susurro sin consonantes! Y no como la explosión cercenada que eres . O o , porque además eres tan inespecífico como personas humanas existen, mientras que todo el mundo sabe a quien se refiere cuando me pronuncian a mí.
Y por eso, por mi belleza, suavidad y precisión, porque Yo soy el “yo poético” y el único consciente de sí mismo, el ser humano “Y”, que en su necedad había elegido tu tosca manera de dirigirte a los demás, acaba de esbozar una sonrisa al verme.

Aunque muy despacio, como corresponde a un excelso trovador, procede a la desambiguación de su obra literaria, y con eminente delectación dirige la pluma hacia el pliego de papel donde figuras aun.
Ya… Ya lo hace. Mis trazos son tan livianos… Ahora te tachará a ti, paisa… ¡Demonios! ¡Pero qué veo! ¿Es que me ha escrito a la mitad? ¿Qué significa “Y”…?
¡Ha escrito su nombre! ¡Qué nauseabundamente egocéntrico…!
¡Un momento! ¡Ahora! ¡Ahora me escribe a mí…!
¿“Y yo”? ¿Qué significa “Y yo”?
Me rindo. Maldigo mi buena paciencia. No hay quien entienda a estos nuevos poetas, que además de empezar un poema con “Y yo”, no tachan el “” que escribieron y descartaron al principio...
Tú y yo". Menuda explosión malcarada.

_ Próxima parada: Teruel.

martes, 8 de diciembre de 2009

De la desgracia que puede suceder si dos conocidos se encuentran después de mucho tiempo sin hablarse

El tren se puso en marcha y los viajeros que aún no habían encontrado su asiento se apresuraron a mirar número a número sin perder de vista sus maletas y su billete. Julia cargaba, además, con su abrigo y su bufanda, y tenía las manos tan ocupadas y el tiempo tan justo que no podía detenerse a mirar el asiento que le había sido asignado: el 207, lo había memorizado antes de subir a bordo. Halló una plaza vacía entre la muchedumbre que ocupaba los demás asientos, y vio sobre la ventanilla el número de su reserva, así que dejó la maleta y se sentó; luego empezó a desabotonarse el abrigo. Liberada de las últimas ataduras, se acomodó y sacó una revista con la que se había de entretener a lo largo del trayecto.

A su espalda alguien tropezó con una anciana y de inmediato se escucharon gritos proferidos por tan diminuta persona, que tan sólo había sentido el leve pisotón de un viajero despistado y parecía haber sufrido un percance mayor: estos jóvenes de hoy que no miran por dónde pisan, ¡madre mía, si no me moriría yo diez años antes con tal de no ver la decadencia del país!, y entre estos improperios y otros que no es necesario desvelar, transcurrieron escasos pero eternos minutos. Julia, mientras tanto, volvió su mirada hacia atrás y encontró allí a un chico de su misma edad que portaba en su mano un maletín cuyo interior ocupaba un ordenador portátil; al descubrir el rostro de aquel joven, Julia evocó de momento muchas sensaciones vividas años atrás, cuando en la plazoleta que había frente a la casa de su abuela un niño moreno y de grandes ojos marrones no se cansaba de perseguirla entre los arbustos y los bancos mientras gritaba, Julita es una nenaza, Julita es una cobardica. Mario —que así se llamaba el pequeño saltamontes— acudía siempre a la misma hora, acompañado de su tía y con el mismo chaquetón y las mismas deportivas grises, y en cuanto veía que la pequeña Julita cruzaba el portal junto a su abuela, corría hacia ella y ya no se separaban. De ahí que la joven Julia, de dieciséis años, evocara aquella tarde la escena del chico que la perseguía en su niñez y que dio un cambio repentino a los trece años, cuando el juego en la calle fue sustituido por innumerables horas delante del televisor.

Por eso, una vez que el Mario ya crecido ocupó su asiento justo delante de Julia, la joven se volvió a sumergir en su revista para no ser reconocida. Pensó que quizás podrían hacer las paces, olvidar el pasado, que las personas cambian a lo largo de su vida y que era posible que hubiese madurado; tanto lo meditó y tantas ganas le entraron de intentarlo, que quiso lanzarse y llamarlo desde el asiento de atrás, pero se demoró tanto tiempo que, cuando alzó la mano para tocar el hombro del chico, escuchó una voz femenina que lo buscaba —Mario, cariño, dónde estás—, ante lo cual Mario se volvió y aguardó la llegada de otra chica que besó sus labios. Julia volvió su mirada hacia el papel y terminó de leer la revista antes de que el tren llegase a su destino, decepcionada por ser tan cobarde y no atreverse a hablar a quien tantas tardes de ocio compartió con ella en su niñez.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

III Certamen Generación del Ocho

Queridísimos y silenciosos lectores que aguardáis tras la pantalla, y otros muchos que aprovechan su valiosísimo e inevitable intelecto en leer libros que no deben ser nombrados, a todos ellos:

Recién terminada la segunda edición del certamen Generación del Ocho, escribo las bases para la III convocatoria, y aprovecho la ocasión para decir que hay un nuevo usuario de la red interesado en participar con nosotros, aunque no podemos permitírselo; creo que se apellidaba Gala y está muy ocupado con la escritura de sus opera magna, que según dicen los grandes críticos superará la calidad del ingenioso hidalgo y el Manco de Lepanto. Una vez dada la importante noticia, paso a exponer las bases del nuevo certamen:

III Certamen Generación del Ocho



-Género: Narrativa.

-Extensión: 1 página como máximo.

-Tema: Un viaje en tren.

-Eje central del relato: Dos personas se encuentran en el tren, la primera piensa algo sobre la segunda y se imagina una situación externa con esa persona (ojo, a ver qué se imaginan).

-Opciones: los personajes pueden ser dos mujeres, una pareja mixta o dos hombres, jóvenes o adultos (no de la tercera edad), y los pensamientos se deben limitar a la persona en sí –y no a su alrededor.

-En esta edición no habrá palabras que deban aparecer ni palabras cuyo empleo suponga una sanción específica. Sin embargo, cualquier vocablo (y teclablo) malsonante será mal visto (por si a alguien se le ocurre una situación extraña que exija dos rombos en la esquina superior de la pantalla).

-El relato debe estar publicado antes del martes 8 de diciembre a las 22.00 (durante el puente viene bien imaginar un viaje en tren, sobre todo si sabemos adónde nos lleva). En su defecto, admitiremos que uno de nuestros concursantes, que no estará en España por cuestión de negocios, publique más tarde si su apretada agenda no permite escribir el relato antes de la fecha establecida.

Nada más que añadir. Bueno, que me voy a comer un bocadillo, pero no tiene nada que ver con el certamen. Nos leeremos el martes.

Jorge Andreu

martes, 1 de diciembre de 2009

Fin del II certamen

¡Se acabó lo que se daba!


Sé que ahora mismo todos estáis llorando, pero las cosas son así... Todo tiene su fin. Pero no os preocupéis demasiado, pronto volverá la próxima entrega con más y mejores "relatos".

Abraham Quirós Villalba


Al doctor House: deja ya de mandar mensajes pidiendo participar, si hemos dicho que no es que no, que sólo escribimos nosotros tres, vete con el lupus a otra parte :).