martes, 8 de diciembre de 2009

De la desgracia que puede suceder si dos conocidos se encuentran después de mucho tiempo sin hablarse

El tren se puso en marcha y los viajeros que aún no habían encontrado su asiento se apresuraron a mirar número a número sin perder de vista sus maletas y su billete. Julia cargaba, además, con su abrigo y su bufanda, y tenía las manos tan ocupadas y el tiempo tan justo que no podía detenerse a mirar el asiento que le había sido asignado: el 207, lo había memorizado antes de subir a bordo. Halló una plaza vacía entre la muchedumbre que ocupaba los demás asientos, y vio sobre la ventanilla el número de su reserva, así que dejó la maleta y se sentó; luego empezó a desabotonarse el abrigo. Liberada de las últimas ataduras, se acomodó y sacó una revista con la que se había de entretener a lo largo del trayecto.

A su espalda alguien tropezó con una anciana y de inmediato se escucharon gritos proferidos por tan diminuta persona, que tan sólo había sentido el leve pisotón de un viajero despistado y parecía haber sufrido un percance mayor: estos jóvenes de hoy que no miran por dónde pisan, ¡madre mía, si no me moriría yo diez años antes con tal de no ver la decadencia del país!, y entre estos improperios y otros que no es necesario desvelar, transcurrieron escasos pero eternos minutos. Julia, mientras tanto, volvió su mirada hacia atrás y encontró allí a un chico de su misma edad que portaba en su mano un maletín cuyo interior ocupaba un ordenador portátil; al descubrir el rostro de aquel joven, Julia evocó de momento muchas sensaciones vividas años atrás, cuando en la plazoleta que había frente a la casa de su abuela un niño moreno y de grandes ojos marrones no se cansaba de perseguirla entre los arbustos y los bancos mientras gritaba, Julita es una nenaza, Julita es una cobardica. Mario —que así se llamaba el pequeño saltamontes— acudía siempre a la misma hora, acompañado de su tía y con el mismo chaquetón y las mismas deportivas grises, y en cuanto veía que la pequeña Julita cruzaba el portal junto a su abuela, corría hacia ella y ya no se separaban. De ahí que la joven Julia, de dieciséis años, evocara aquella tarde la escena del chico que la perseguía en su niñez y que dio un cambio repentino a los trece años, cuando el juego en la calle fue sustituido por innumerables horas delante del televisor.

Por eso, una vez que el Mario ya crecido ocupó su asiento justo delante de Julia, la joven se volvió a sumergir en su revista para no ser reconocida. Pensó que quizás podrían hacer las paces, olvidar el pasado, que las personas cambian a lo largo de su vida y que era posible que hubiese madurado; tanto lo meditó y tantas ganas le entraron de intentarlo, que quiso lanzarse y llamarlo desde el asiento de atrás, pero se demoró tanto tiempo que, cuando alzó la mano para tocar el hombro del chico, escuchó una voz femenina que lo buscaba —Mario, cariño, dónde estás—, ante lo cual Mario se volvió y aguardó la llegada de otra chica que besó sus labios. Julia volvió su mirada hacia el papel y terminó de leer la revista antes de que el tren llegase a su destino, decepcionada por ser tan cobarde y no atreverse a hablar a quien tantas tardes de ocio compartió con ella en su niñez.

4 comentarios:

  1. Me has hecho volver a mi pueblo natal... y a "...la plazoleta que había frente a la casa de su abuela...", donde siendo "...un niño moreno y de grandes ojos marrones...", no me "...cansaba de perseguirla entre los arbustos y los bancos...".
    ¿Qué habrá sido de ella...?

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  2. Jajaja! Hablas en serio? No sabía que te hubiera pasado a ti también. Bueno, nunca está mal recordar viejos tiempos, jeje.

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  3. aihh,
    esto con los coches de caballos no pasaba.

    * Se debería haber armado de valor, acercado a él, y caer en la vergüenza de haberse equivocado de persona. Así su paja mental hubiera sido más en vano todavía.

    Magustao

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  4. Gracias, Lobo estepario. Veo que te gusta Hermann Hesse, no? A mí me encanta. Me alegro de que te haya gustado mi visión del viaje en tren.

    Un saludo

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