viernes, 25 de diciembre de 2009

Parque Genovés, 12:37

—Papito, ¿vamos a los columpios?

—Enseguida, cariño.

—Porfa, ya, ya, termina la cereza y vamos a los columpios.

—Está bien, ya voy, ya voy —apuré la cerveza de un sorbo y, sin prestar atención a las miradas de un señor embrutecido que estaba sentado dos mesas más allá, cogí el abrigo de Samuel y pagué las bebidas: una caña y un batido de vainilla.

Nos adentramos por los arbustos, cruzamos los caminos que rodeaban aquella fuente, y a través de las aguas que corrían desde el principio de la cascada entreví varias figuras de jóvenes.

—Papito, ¿entramos a la cueva?

—Pero ¿no querías ir a los columpios? —pregunté, porque no quería que mi hijo viese el espectáculo que estaba a punto de presenciar. Sin embargo, la insistencia de un hijo, y aun su indecisión, llevan a cualquier padre a obedecerlo, así que seguí sus pasos hacia dentro de la cueva.

La rama de una palmera me azotó en la cara antes de entrar por la gruta y dificultó que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. Mentira: estaba oscuro y veníamos de mirar el sol, la palmera no tuvo la culpa de nada. Yo y mis manías de echarle la culpa siempre a alguien…

Samuel iba dos o tres pasos adelantado, así que me apresuré. Llegaba a lo más profundo de la cueva cuando me tropecé con una joven vestida de negro, con un libro en la mano, que salía de vuelta a la facultad, enfadada porque alguien no la había dejado leer tranquila. Esto lo sé porque corría muy deprisa y quise preguntarle si le ocurría algo. Tratar de simpatizar con todo el mundo: más manías. El caso es que supe que llevaba un rato junto a un orificio por el que penetraba la luz del sol y un grupo de jóvenes hizo, con sus ruidos y parranda, que saliera despedida como alma que lleva el diablo. Y puesto que no estaba dispuesto a que esa fiesta, que ya llegaba a mis oídos, molestara a mi hijo, grité: «¡Samuel, ven aquí!», y corrí tras él.

Una chica sentada al lado de un joven barbudo que bebía un trago de cerveza desde la boquilla de una botella de litro, y otro que apuntaba con un teléfono móvil —supongo que de esos que no entiendo cómo pueden grabar vídeo— a un tercero que tocaba la guitarra y canturreaba una canción en español con acento de inglés, mientras penetraba la luz solar por el orificio a mi derecha, al fondo resonaba la cascada y ante mí las carreras de Samuel, eso fue lo que encontré allí dentro. Y no parecieron intimidados por mi presencia; más aún: continuaron con su cante y sus risas, con sus sorbos a la botella que se pasaban de uno a otro, con el espíritu juvenil que yo deseé cuando mis padres me ingresaron por obligación en un colegio de curas. El chico de la melena, que canturreaba como un guiri, me causó la impresión de la libertad que representa una guitarra y un litro de cerveza al aire libre; el de la cámara me inspiraba algo bueno al inmortalizar aquel momento; el de la barba me miraba con un gesto extraño, como de desconfianza, como si yo me fuese a encargar de llamar a la policía o de llamarles la atención; y la muchacha, ¡ay, la muchacha!, tenía cara de niña y unos ojos tristes que me hicieron recordar la inocencia de Samuel, que aún correteaba a mi alrededor y no cesaba de llamarme —¡papá!, ¡papá!— y tiraba de mi mano izquierda para que lo atendiera.

—¿Qué, qué pasa, Samuel? —dije como si me hubiese enfadado, y noté que su expresión cambiaba. De inmediato me sentí culpable y me corregí—: Cariño, no hace falta que me llames tantas veces, ¿qué te pasa?

—Mira qué bonita la cáscara.

Mi hijo tiene cuatro años. Tras mirar la cascada le dije que nos fuésemos a los columpios, porque allí no hacíamos nada y no dejábamos divertirse a los jóvenes. Despídete de ellos, concluí, y la pandilla me dirigió una mirada de respeto, después de la desconfianza generada entre las cejas del barbudo. Yo cogí a Samuel de la mano y juntos salimos de la cueva; le expliqué que no debía acercarse a gente como aquellos jóvenes, que se ponen a cantar en medio de un parque y beben alcohol a media mañana. Samuel aceptó mi explicación, pero no creo que estuviese de acuerdo.

Malas influencias las que ejercieron aquellos jóvenes sobre mí para hacer que me llevase de la cueva a mi hijo. Malas influencias y, sin embargo, buenas impresiones. Porque, pese a la botella de cerveza y la juerga que los acompañaba, la unión que contemplé entre aquellos tres chicos y la muchacha, y aun otro más que llegó más tarde pero al que no conseguí ver sino que sólo escuché su voz, no he vuelto a verla en todos los días de mi vida. Quizá esa unión, el alma de fiesta y la felicidad que capté detrás de los acordes de una guitarra y una canción sobre un camionero; quizá ese gancho que los engatusaba; quizá esa cuerda que compartían atada al cuello; quizá eso sea la vida: sentarse bajo un techo, libre, a cantar, beber, charlar y escribir, eso que tanto intenté en mi juventud y que nunca conseguí: porque mis amigos todos se fueron.

«Porque no queda ni una sola
rosa plantada por nosotros».

Volví a casa y mi mujer me reprochó mi tardanza, y aunque le dije que me había entretenido viendo cómo unos jóvenes se divertían, ella no me hizo caso y me ordenó preparar la mesa. Y yo sin dejar de pensar en aquella generación…

6 comentarios:

  1. ¡¡Ese de la melena y la canción del camionero soy yo!! ¡¡Que lo sepáis todos!! ¡¡Salgo en un relato de Gustavo Jorge Bécquer!! XD

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  2. me ha dado penita...no soporto las felicidades frustradas, ni las libertades frustradas, ni la vida frustrada en general.
    Porque sólo tenemos esta y deberíamos exprimirla como a un limón...aún así, confieso que de la frustración salen los relatos más bonitos, por lo menos los que más me llegan, los que disfruto leyendo.

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  3. A Susana: Yo también te adoro, guapa. Gracias por leerme.
    A Alberto: Sí, eres tú. !Advina quién es el de las barbas! No sé si es el tipo de aportación que pensabas al establecer las bases para el concurso, pero bueno, queda bien no?
    A Inés: No sabes lo que me alegra leer ese comentario. No voy a recomendarte un libro muy especial para mí porque sería repetirme hasta la saciedad (aquí todo el mundo sabe de qué libro hablo). Pero seguro que te gustaría si disfrutas leyendo relatos sobre la frustración. Gracias por visitarnos.

    A todos: Felices fiestas!!

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  4. El libro es "Juegos de la edad tardía", por si te interesa, Inés. Por cierto, ¿Yo miro con desconfianza? JAajjaja. Lo conducieraaaaaaaaaa

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  5. Jajaja, tú eres el barbudo que mira con desconfianza? :P

    Sí, Inés, es ese libro (has visto cómo me conocen los mamones??). Te gustará:D

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