domingo, 14 de marzo de 2010

Verdura soleada con un baño de tierra agridulce

La lengua a un lado, a otro, agitada al compás de tu respiración, como arrojada al vacío por la brisa, por este aire que nos envuelve en un silencio profundo, íntimo, propicio para compartir unas miradas. Tus ojos brillan y en su luz veo el reflejo de mi rostro, el pelo alborotado y el ceño fruncido, mientras las pausas de tus parpadeos y tu constante movimiento me impiden dirigirte un guiño. Suspiras, tragas saliva, vuelves a sacar la lengua y lames mi cuello justo cuando un amigo pasa ante nosotros y se lleva el recuerdo de una imagen feliz. El sol me enseña el mundo, y tú la vida.

Desde mis pestañas se desliza colina abajo una lágrima fugada de su hogar y cae parsimoniosa hacia la tierra. Tú la sorbes y rastreas la huella gris que ha dejado para luego mirarme, pedir una respuesta que no puedo concederte, y a mí sólo se me ocurre abrigarme en tus brazos. Gimes, sin llegar al llanto, y mis mejillas saladas relames; yo recojo la aspereza de tu lengua en tanto acaricio tu piel y los espasmos se apoderan de mi pecho. Entonces te echas sobre mí y me demuestras tu cariño bajo la protección del astro rey, sobre este reloj que ya no mide mis horas perdidas, que se ha detenido en un minuto con el propósito de no confiarme más secretos.

De repente, oigo una voz a lo lejos que me dice: «ven, ya es la hora, hemos de volver»; y entonces me levanto del suelo, sacudo la tierra de mis pantalones, beso tu cabeza y te pido que me acompañes hasta el banco. Me vuelves a exigir una respuesta y yo sólo puedo darte una sonrisa y una caricia bajo el cuello, un pellizco tras la oreja y el crujido de la cadena al contacto con la anilla del collar.

Cruzamos la carretera, y en el campo te dejo libertad. Sosiegas tu vejiga sobre la hierba, la dejas reluciente y luego correteas entre los matorrales. Desde lejos te veo sumergida en la maleza, muy quieta, y al instante retornas tus pasos hacia mí en un gracioso trote, saltas a mi lado y lames otra vez la mano que te engancha a la cadena. Susurro en tu oído unas palabras: «vámonos a casa». Y dejo que marques el ritmo.

Pobre amiga mía, que tantas veces me has pedido salir de paseo; pobre hermosura de vellos resplandecientes bajo la intensidad agridulce del sol: vamos a casa, donde te prepararé un delicioso manjar y jugaré contigo hasta el crepúsculo. Y yo que no esperaba una respuesta de tu boca, no merezco la palabra más grata que sabes dirigirme: «guau».


Jorge Andreu.
A quien comparte mi soledad con sus lamidos.

4 comentarios:

  1. Muy bien..., has conseguido confundirme al principio... ¡jajajaja! Qué jadeos tan distintos esos de aquellos... xD

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  2. ¡Oh, perrillos por todas partes!
    Adorable, me encanta ^^

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  3. Pues sí. Aunque reconoce que aún tira y desobecede xD

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