Sabed que la Rosa se yergue pero al cabo es rojo sangre,
sangre humana, y dice aquello que no puede sostener:
—aunque tenga que morir contigo, mi amor, yo jamás te negaré—.
Sentada a otra mesa se ha abierto otras noches
su lúbrico pétalo marchito que suena al deshacerse
como una garganta de paja.
Negó una vez, negó dos veces,
cuando el sorbo de té riega unas gotas
y parecen como lágrimas caídas en la mesa
y en ellas estoy yo.
Lo sabe, caliente en la muchedumbre,
ya lejos aunque ame, deshojada, por si alguien la descubre
sonriente de mi mano, y luego puede hablar,
y contarle a algún romano.
Su espalda niega entonces la tercera,
y al instante,
como un rayo,
canta lúgubre
otro gallo.
Alberto Cancio García
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