—la leve presión, ese roce fluido—
detiene con tácita inercia el trayecto
curvado de tu cintura
y, en golpes de voz, cómo un viento acotado,
compone y amasa tu cuerpo en el vuelo,
y en pulsos vibrantes te arrastra hacia él
y apresta tu ojo a ese suyo hechicero,
los aires que irradian: la curva en tus brazos,
la prisa en tus piernas, la gracia indomable
del ralo y volátil cabello...
son la emoción de la boca pequeña,
la espléndida luz de tu vivo deseo,
que sólo de hermoso, aunque duela...
Dios mío,
¡yo tengo, yo tengo que verlo!
Alberto Cancio García
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