martes, 17 de noviembre de 2009

Amistad cristalizada

2 de agosto del año 2008. Diez amigos me han acompañado a este lugar frío, donde sólo se escucha la tranquilidad del planeta y se ven blancos picos que casi tocan el cielo, como si fuesen dedos alzados que señalasen el principio de otro universo. Anochece y empiezan a helárseme los huesos. Aprovecho los consejos que el Viejo Escalador —como lo llamamos en el pueblo— nos dio antes de partir rumbo a estas serranías, y me siento a montar el campamento; mis amigos siguen mis indicaciones y me hacen saber en todo momento que soy el jefe. Montamos casetas de campaña, buscamos la manera de abrigarnos bajo las amenazas de la hipotermia y, pese a que algunos tiemblan durante todo el tiempo, otros logramos adentrarnos en un tenue calor, el suficiente para no rompernos los huesos al castañetear.

Estamos en el cuello de la botella: ante nuestros ojos, una explanada de hielo forma una vía que al amanecer, tras pasar la Travesía del Serac, nos conducirá a la cumbre del K2; varias rocas a nuestro alrededor nos cobijan de parte del frío que impredecible acecha cada noche en estas tierras; el susurro del viento a mis oídos me produce una sensación de soledad que esta noche sólo podría vencer si abrazara a mis compañeros —Micaela, dónde estás…

Han pasado tres horas. El Espolón de los Abruzzos no se ha borrado de mi memoria, y puesto que no consigo capturar el sueño con mis manos ni aun con la imaginación, salgo de mi caseta y me siento al borde de una roca acompañado del único amigo que, como dijo aquel cantante, nunca me ha fallado. La botella de güisqui me hace recordar cómo fue nuestra partida de Pakistán, cómo la despedida de mi amor Micaela y cómo la disputa que tuve con mi hermano Daniel porque iba a perder la vida en esta expedición, porque el K2 es el pico más traicionero y difícil de escalar, porque te vas a dejar el pellejo entre las rocas, Saúl, y luego vendrás a pedirnos ayuda y querrás que te curemos las heridas, y no estaremos aquí para vendarte las manos rajadas; pero mi padre había logrado apaciguarlo antes de dejarme partir rumbo a la aventura. Y la aventura se ha convertido en horas de caminatas y escaladas trabajosas, en resoplidos de mis compañeros y vanos esfuerzos por mi parte para animarlos a que prosigan el camino igual que lo hicieron el primer día, hace ya una semana. Escucho a mi espalda cómo Sebastián sale de su iglú y me mira ofuscado. Sebastián, sólo intento relajarme un poco y tomar un trago —le digo—. No te preocupes por mí. Vuelve a la caseta. Y él obedece.

Cuando me despedí de Micaela y soltó su última lágrima abrazada a mí sin dejar de apretar, no tenía la menor idea de que esta botella me serviría de nexo con el pasado, y así me lo demuestra el calor que recorre mi garganta mientras evoco aquellos momentos en el silencio estremecedor de la noche. Está entrada la madrugada. El frío ha calado mi abrigo y la boquilla de mi amiga de cristal ya no me proporciona mayor tranquilidad que el trastorno en la vista, un mundo que se mueve sin cesar y que parece más divertido.

En medio del silencio se ha escuchado un crujido, un eco que viene de lo alto de la cordillera y se ha extendido como un relámpago por la explanada de roca y hielo en la que nos encontramos. De pronto, mi lucidez vuelve a su punto inicial y divisa al fondo del cuello donde hemos acampado una nube blanca en continuo movimiento que se dirige hacia nosotros. Nadie ha escuchado nada en el campamento, y si lo han hecho, se han callado y vuelven a su sueño. Pero desde fuera de las casetas de campaña sí se ha escuchado el crujido.

Todo sucede en cuestión de segundos, aunque largos para mí, que veo venir la muerte blanca como el hielo y el polvo a la vez. Intento tirar mi botella, a ver si así detengo la marcha de la avalancha, pero vuelvo a notar el quejido del monte allá al fondo del corredor y veo caer una cascada de seracs que acentúan el movimiento. Ahora tengo miedo, miedo de que sea verdad lo que acabo de ver al fondo de una enorme pendiente y que viene hacia mí y hacia mis compañeros de expedición; ahora recuerdo las palabras de mi hermano —Saúl, que te vas a dejar el pellejo allí— y las lágrimas que Micaela vertió a mis hombros —vuelve sano y salvo—. Me levanto a la mayor velocidad que soy capaz de aplicar a mis miembros entumecidos, y después de contemplar en una rápida ojeada el campamento y toda su quietud, y luego el peligro que se aproxima, me lanzo detrás de las rocas y cierro con fuerza los ojos. Ojalá que mis amigos resistan el peso del hielo, ojalá que la avalancha pase de largo o se detenga antes de llegar. Pero esos son milagros que por la maldita gracia de Dios los expedicionarios estamos condenados a no presenciar.

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