martes, 16 de marzo de 2010

El azar de la ignorancia

Estación de ferrocarril, tres menos cinco minutos de la tarde. Bajo la vigilancia de un sol que calienta, ¡por fin!, las caras tardías de un invierno a destiempo, un automóvil celeste como el cielo cruza el paso de peatones y hace dar un salto atrás a un grupo de tres estudiantes asustadizas, quienes con un grito de guerra muestran su valentía ante el osado conductor. Un joven de cabello agitado al vuelo, chaqueta de cuero y mochila negra cruza tras los pasos de las chicas y entra en la estación pendiente de no perder su tren: mira hacia el cartel luminoso donde se anuncian los sets del partido y ve la próxima salida del equipo local; entonces echa a correr en dirección al primer vagón y sube a bordo. Allí dentro no encuentra ninguna plaza libre, de modo que recorre dos vagones más hasta encontrar la tan anhelada soledad del estudiante soñoliento; ocupa el asiento de la ventanilla y deposita la mochila en su regazo, y mientras la acaricia igual que a una mascota contempla una vez más la monotonía del mundo tras el cristal.

Se oyen los pitidos del tren que de inmediato emprende la marcha, y acto seguido una voz en off anuncia el destino y la siguiente parada. El tren vuelve a detenerse y varios pasajeros se incorporan al viaje: uno de ellos se sienta junto al estudiante, que ahora lee un libro marcado con la etiqueta de «Clásicos universales», cuyo título no logro ver desde mi asiento. El nuevo viajero deposita su abrigo en el altillo y se acurruca en la plaza 123, pasillo, a la espera de la llegada a una no muy lejana estación. Ni siquiera ha dirigido una mirada sencilla, ni un saludo, al joven estudiante de su derecha.

Tras varias paradas en que se ha llenado el tren hasta casi transportar a gente de pie, atravesamos un periodo sin que la voz de la máquina emita un solo aviso. De todas formas, me llega el susurro de dos viajeros que ocupan las plazas de detrás y dicen: «próxima parada…», sin mencionar ningún nombre, «next station…», sin mencionar ningún otro. La máquina parece averiada, la voz afónica por el repentino ataque del sol tras largos meses de lluvia y frío.

De nuevo el silencio se puede respirar a bordo, y es de agradecer: el ávido lector del libro marrón se muestra mucho más concentrado. Pero no sabe que la próxima parada le traerá unos minutos de tensión. Su cara contrasta con la del ocupante de la silla contigua, donde se reflejan deseos de llegar a casa y dormir una siesta.

En la próxima parada sube al tren un chico vestido de chándal con un neceser en la mano. El asiento de mi lado se queda libre, pero también el que está junto al hombre adormecido, a quien el recién llegado parece conocer. Lo saluda y se sienta a su izquierda. «Tengo un regalo para ti», dice a voz en grito. Todo el mundo le dirige la mirada porque ante la escasez de conversación se ha oído su torrente. «Ah, ¿sí?», dice el otro, «pero si mi cumpleaños fue ya hace cinco meses»; y el chico del neceser responde: «Ah, bueno. Es que venía del gimnasio y me he acordado de que tengo en casa un libro, y como me dijiste que te gustaban los libros de la Edad Media —su interlocutor asiente—, me dije: pues un regalo de cumpleaños»; «vaya, gracias —dice el interesado—, pero no tenías por qué molestarte»; «¡Claro que no! —vuelve a gritar el otro, esta vez en un tono más agudo, chirriante—, pero a mí no me gusta leer, ya lo sabes»; «sólo los libros del instituto»; «exacto, y hace ya muchos años que se acabó —en su modo de hablar expresa alegría por no cumplir más órdenes de los profesores—, gracias a Dios»; «bueno, pues ¿de qué libro se trata?»; «¿conoces a Gustavo Adolfo Bécquer?». De repente se hace un silencio incómodo, tan sólo interrumpido por el funcionamiento del tren, un silencio de tensión que ha desconcentrado al estudiante. Después de un breve momento de reflexión, el hombre adormecido contesta: «claro que sí, hasta ahí llego»; «me lo imaginaba, pero hay gente a quien le preguntas por ese nombre y no sabe quién es». Y en la expresión del estudiante veo dibujadas unas palabras: «ni saben de qué época». Ha cerrado el libro, ha dejado las gafas sobre la mochila y vuelve a mirar a través de la ventana: una carretera, varios coches, edificios al fondo, piedras de la vía y una sombra que proyecta el techo de la siguiente parada. «Pues a mí me gustaba mucho aquel libro de Lorca del instituto, ¿recuerdas? —continúa el gimnasta—, el Romance de los gitanos»; «sí». No sé el motivo de esa corta respuesta, pero sí el de la tensión que pinta la cara del estudiante. Excitado, guarda el libro y saca de su bolsillo unos auriculares, y mientras los conecta al reproductor de música, el tren detiene su marcha y los dos viajeros se bajan. De inmediato escucho comentarios en el vagón y descubro que no soy el único pendiente de la conversación, sino que los ocupantes de los cuatro asientos justo delante de mí también han escuchado el intercambio de palabras y ahora se burlan.

Dos paradas más tarde, me bajo y recibo el azote del viento. Volveré a casa y me sentaré tranquilo con un café delante de mis narices, indignado por el azar, enfadado con los institutos.

4 comentarios:

  1. No sé si será azar, pero tenías que ver la cara de los dos tíos hablando de la poesía de Bécquer como autor de la Edad Media... y luego el Romancero gitano inventado, para rematar.

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  2. Genial, inclinémonos pues hacia allá.

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