lunes, 15 de marzo de 2010

LA PUERTA

No eran celos aquellos chasquidos que sentía crujir en el pecho al escucharla parlotear sobre la noche loca que se avecinaba. Había pasado ya demasiado tiempo desde aquel día en que se prometiera a sí mismo abandonar cualquier sentimiento que incitara a la posesión de una mujer, y en aquel instante, con su mano sujeta en el bolsillo mientras caminaban deprisa hacia el lugar donde unas horas más tarde se despedirían, se sentía plenamente dueño de su, en otro tiempo, desaforada pasión. Tanto fuero y tanto muro habían merecido la pena en tanto habían evitado que el incómodo nudo estomacal de los celos se convirtiera en el patrón de sus relaciones personales, pero ahora, al notar aquellos pinchazos aguijoneándole las entrañas, se perdía en un mar de confusiones especulando sobre lo que podría significar sentirse dolido ante las premoniciones nocturnas de su amiga.
¿No eran celos aquellos chasquidos? No quería que lo fueran, pero el hecho de escucharla preconizar sobre sus inminentes hazañas libertinas le hacía clavar la vista en el suelo y sumirse en una postración dolorosamente inédita. Nadie se percataba de ello y él lo agradecía interiormente, limitándose a avanzar calle arriba con la mano de ella fuertemente sujeta en el bolsillo, quién sabe si por frío o por truncar su marcha inminente.
La calle fue abriéndose hasta desembocar en una plaza bastante amplia, y a lo lejos divisó el bar donde cenarían con los amigos antes de separarse. ¿Tanto lo martirizaba la idea de alejarse de ella? ¡No podían ser celos aquellos chasquidos! ¡Ni siquiera tenían aspecto de serlo! Porque él ya los conocía. Ya los conoció en su tiempo. Y tanto jugó con ellos que acabaron matándolo para resucitarlo luego con un sentido de la vida diferente. Y aquello, aquellas pirañas que notaba rondar por el pecho, no podían ser las mismas que antaño lo devoraran de adentro a fuera, ofreciéndole la paradójica posibilidad de aprender a controlar sus arrebatos de pasión. Aquellas pirañas habían muerto en el retrete una vez logró entender que nada es de nadie en este mundo, por lo que aquellos chasquidos...
La notó acelerar el paso e hizo otro tanto, tratando de permanecer junto a ella el mayor tiempo posible. Lo congelado del ambiente era una buena excusa para esa proximidad forzada, pero las puertas del establecimiento se abrieron al fin, y una oleada de aire caliente los hizo distanciarse instintivamente. Todos se apresuraron a quitarse los abrigos al compás de algunas lamentaciones acaloradas, y tras las obligadas presentaciones y los saludos cordiales, el tiempo comenzó a fluir como nunca antes, llevándose los minutos con los pinchitos y los segundos con las cervezas.
La miró poco y mal. La velocidad del reloj producía una extraña tormenta de arena. Costaba mirar de frente. No había pirañas, pues el alcohol las asesinaba en el acto. Las voces conocidas se perdían en la algarabía de risas y canciones. El tiempo se aceleraba hasta lo absurdo. Se acababan las patatas. Los pinchitos. La cerveza. No se oía. No se veía. Nada importaban ahora las palabras, los gestos, la comunicación. El mundo se mareaba. Incoherencia, incongruencia, contradicción. Todo aquello. Y unas terribles ganas de orinar. Orinar. Buscar el retrete en la tormenta. Abrir la puerta, sentir calor maloliente. Cerrar tras de sí con dificultad. Y mirarse al espejo.
Allí estaba. Él. Recobrando el aliento tras un esfuerzo sobrehumano. Orinó con ansia, esperando adivinar en la secreción la forma de alguna piraña, y con el último goteo sintió un escalofrío que lo hizo temblar: ¿Una piraña? No... Se abrochó el pantalón con parsimonia, bastante satisfecho. No eran pirañas. No. No eran celos aquellos chasquidos. Volvió a mirarse en el espejo mientras se lavaba las manos. Allí estaba. A salvo momentáneamente del fragor de la desertización. Se enjuagó la cara cubierta de arena y se sintió mucho mejor, mientras su respiración se acompasaba y su pulso volvía a la normalidad. Nada tenía de qué preocuparse por el momento. Allí encerrado se sentía a salvo del tiempo, de la arena, de las pirañas… y de ella.
Aunque los minutos se deslizaban ya con normalidad, quiso alargar el momento reajustándose el cinturón, y notó que en realidad le apretaba demasiado. Le asustó un poco sentirse prisionero de más cosas, pero si ya de por sí estaba condenado a la cadena perpetua del miedo obsesivo, del temor a sentir cosas que no deseaba sentir, mejor sería desechar el artilugio de cuero y resarcirse de una libertad que parecía aun lo suficientemente viva. Se lo desabrochó lentamente y se lo ajustó de manera que apenas lo notara en el vientre.
Listo. Un poco más descansado así. Era la hora, pues, de salir al exterior y enfrentarse de nuevo al torbellino de segundos, al griterío del mundo, a la tormenta de pirañas. A ella. Se sorprendió a sí mismo abriendo la puerta y cruzándola sin titubear un instante. Una ráfaga de humanidad hiperactiva le golpeó la cara, pero se mantuvo firme ante la densa bocanada. Se hurgó en el bolsillo aun caliente por la mano de ella y sacó un cigarrillo que encendió con parsimonia, paladeando con delectación la primera calada mientras observaba indiferente el panorama del bar. Un simple bar. Tan simple como la meada sin pirañas que acababa de enviar al océano. Ni celeridad del tiempo, ni harmattan del desierto, ni degradación humana. Gente, simplemente, malcomiendo en un sucio bar al son de canciones de pésima factura.
Al torcer la esquina la vio. Sintió algo extraño por dentro, pero supo en el acto que no eran pirañas. Ella le sonrió quedamente y él devolvió tal gesto con una mirada amable. Las cosas no podían ser tan complejas. No era aconsejable agitar la mente con suposiciones inabarcables. Era obvio que algo insólito ocurría en su pecho, sí, pero quizá no fuese más que las secuelas de un resfriado o el salto de una sístole mal encarada. Nada que ver con ella. Ni con su mano caliente en el bolsillo, ni con la noche loca que sólo a ella le esperaba en cuanto acabara la cena... ¡Qué demonios! ¡Qué pirañas!

El tronar de una vieja canción conocida había terminado por distraerle del todo. La confusión precedente recorría los desagües de la ciudad, mezclada con la resuelta micción que eyectara, y comenzaba a reinar la naturalidad, con el sabor del cigarrillo y el frío de la quinta cerveza. Ella se iba. O eso parecía. La vislumbró desde la distancia de su taburete, repartiendo besos a los presentes a manera de despedida, y sonrió al pensar en que tarde o temprano llegaría su turno. No importaba en absoluto lo que hiciera una vez atravesara esa puerta, ni habría noche loca que lamentar. Nada de aquello le importaba ahora. Su turno, su beso, estaba tan cerca que ya casi lo olía. Y cómo olía, que lo hacía a uno entrecerrar los ojos y perderse el éxtasis prematuro de una noche improductiva. Abrió los ojos un momento y la vislumbró en el mismo lugar, pero alejándose hacia la puerta, ajena a él, a su éxtasis, a sus chasquidos, a la consternación de sentirse ignorado y menospreciado por una piraña desagradecida.
Ella no se marcharía sin despedirse de él. Ni hablar. Su mano aun estaría caliente. Gracias a su bolsillo. Se levantó con dificultad, y alargó dos pasos demasiado torpes para alcanzarla. El alcohol le nublaba la vista. Se sentía incapaz. Y no podía ser. Se marchaba. Se iba. Abría la puerta, envuelta ya en mil fardos de lana blanca.
Se decidió cuando era demasiado tarde y la puerta iba cerrándose frente sus narices. Dió un mal salto. Chocó levemente contra el cristal. Palideció. Y quedó sujeto al pomo, sin fuerzas para girarlo y con una molesta sensación de vacío en los oídos. Por un milimétrico instante creyó que el golpe lo había dejado sordo, y emitió un triste gemido para adivinar su voz. La oyó, en efecto, pero a su gemido siguió otro, luego otro, y al momento toda una jauría de gemidos que reventaba el bar por encima de la música estridente. Se dio la vuelta con prontitud y se encontró frente a una basta multitud que reía desagradablemente algo que le concernía. Miró en derredor, a los dos lados primero y luego hacia atrás, donde el cristal la dibujó alejándose calle arriba sin su beso de despedida. Luego miró a la marabunta fastidiosa, y siguió por mucho rato sin saber la razón del revuelo. Se incorporó un poco sobre la puerta, molesto e iracundo, pero borracho y sin fuerzas para encolerizar, y abrió la puerta lentamente con la intención de tomar el camino a casa. El frío de la calle le heló las piernas, y al mirárselas, una voz ajena calcó la frase que imprimía su pensamiento:
_ ¡Eh, tú! ¡Súbete los pantalones antes de salir!




Alberto Cancio García

5 comentarios:

  1. No quisiera estar en su pellejo... ¿No será verídico? Jaja

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  2. Este final induce a que mis pensamientos más dispares terminen la historia o la justifiquen. ¿Oda al fracaso, lívido inoportuno,...?

    Si fuera un cortometraje le pondría de fondo aquella canción que decía "me cago en el amor".

    sos grande !

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  3. Sólo una parte lo es, hermano Bécquer. Y a ti, primo Ale, decirte que me alegra ver impresas por aquí las inducciones de tu pensamiento.

    Un saludo a ambos xD

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  4. Pues espero que la parte que sí es una experiencia tuya sea la menos comprometida xD

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  5. ¡¡Jajajaja!! Ninguna de las partes, por verídicas que sean una u otra, corresponden a experiencias puramente personales. Para este relato me he limitado a observar el mundo... xD

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