jueves, 6 de mayo de 2010

BILIRRUBINA 4

Hubo un día (uno de tantos, sí, pero ya muy atrás en el tiempo) en que algo (no sé si la torpeza, quizá, o el agnosticismo resentido, puede) le enseñó a asumir de buen grado sus pródigas limitaciones.
La incertidumbre es todo un océano cuando se la mira tan de abajo a arriba (decía), y yo misma lo conocí así, sin remos, apeado sobre la popa de una chalupa encarroñada, tan incapaz de gobernar el rumbo de su propio destino.
Él lo asumía (con una mueca), perdido hasta en el sentido más nimio de todos, contemplando pasar trenes y más trenes a sabiendas de que jamás subiría a ninguno sin el ticket del valor.
Hoy (después de tanto) todavía lo ahoga el llanto silencioso, a veces, a solas, por el recuerdo de lo mucho que pudo hacer entonces y no hizo. Por la verdad de lo que pudo ser y ya nunca será. Y (aunque él no lo sabe) yo lo oigo llorar. Llorar y maldecir en voz alta la triste paradoja de ser y odiar ser al mismo tiempo. De diluírse, como sus lágrimas, pero siendo gota de agua que nada moja en su viaje a la boca, al suelo, al abismo.

Luego, al día siguiente, cuando entre risas y caricias nos jactamos de quebrar el uso subrepticio de la lengua y de la vida; cuando bajo el peso de su pecho amanecen, espachurrados y babeados, los ojillos imprecisos de una rana sonriente; o cuando sobre el vaivén de los gemidos se oye a medias el suspiro de un tequiero entrecortado, entonces…
Entonces el miedo se vuelve bello. El miedo, el llanto, el océano y todo.
Porque… ¿dónde? ¿En qué parte del alma puede herir la incertidumbre cuando uno siente amar con tanta fuerza el rumor del tren que no perdió?
Y luego dice que siempre viajará conmigo (siempre). Y no, no sabe a dónde. Pero me asegura que jamás vio paisaje tan hermoso.
Alberto Cancio García
Fotografía: Lorena Tosso Eyras

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