domingo, 25 de abril de 2010

Una tempestad en carretera

La bruma impedía una visión nítida de la calzada, que amenazaba con sacar de su carril el vehículo verde, solitario, ocupado por el conductor y el copiloto, a cuyo alrededor sólo había agua y maleza, niebla y oscuridad. Eran las cinco y tres minutos de la madrugada, el pueblo dormía su sueño desde muchas horas atrás. La lluvia había impedido que los pocos jóvenes habitantes del pueblo salieran a divertirse, pero Marco y David, quienes gozaban de un alma jaranera y no iban a permitir el silencio de una noche de sábado en casa, habían emprendido un viaje de ida hacia la ciudad, donde muchos bares ofrecían fiesta y eran motivo de reunión amistosa a pesar de la tormenta. A esta hora regresaban de la parranda sin cansancio en el cuerpo. Cantaban y reían mientras Marco trataba de adivinar el camino de vuelta entre el cristal empañado y su vista borrosa.

Huelga decir que Marco, de diecinueve años, y David, con la mayoría de edad recién cumplida, eran hermanos y carecían ya de la compañía de su madre, muerta hacía dos años, víctima de un accidente de tráfico a la vuelta del trabajo. Y aun así, cómo son los hijos, conducían embriagados e inseguros por el peligro de la noche. Escépticos desde la tragedia, nunca habían creído en la vida después de la muerte, en el más allá, sino en el presente, en que debemos aprovechar la vida a cada momento porque una vez muertos no podremos salir de nuestra tumba. O de nuestra urna, diría David, todos sabemos que en las familias abundan los puntos de vista.

En divagaciones así no deberíamos inmiscuirnos porque la marcha del vehículo aún no se había detenido, y no lo hizo hasta poco después de enmarcar en el punto de vista del Mercedes una figura blanca cuya contemplación apenas duró un segundo. De inmediato Marco giró el volante hacia la derecha y pisó a fondo el freno; el coche recorrió varios metros hasta terminar de pararse. Qué has visto, preguntó Marco asustado a su hermano menor; creo que lo mismo que tú, respondió David, una silueta blanca, como en pijama, que nos miraba; mamá, susurró Marco. David asintió despacio. Un trueno retumbó en los cristales y en los asientos traseros. Miraron hacia atrás y no vieron sino sus chaquetas y, más allá, la lluvia sobre una carretera desviada como el coche. Te decía algo, preguntó Marco; sí, fue la respuesta de David, que detuviésemos la marcha; eso mismo he creído oír yo, dijo Marco, y que pasásemos aquí la noche; esto me da muy mala espina, no habrán echado algo en las bebidas, preguntó David; sí, ron.

El coche se había salido de la calzada y estaba estacionado entre las hierbas de un lugar que no conocían. De todas formas, concluyó Marco, nos habíamos perdido, será mejor que pasemos aquí la noche. Pero ninguno estaba seguro de lo que sus ojos habían visto.

El alba llegó dos horas después. David despertó alumbrado por el primer rayo del sol y dio un codazo a su hermano al adivinar lo que tenían ante ellos. Marco se despidió del sueño a regañadientes, sacudió la cabeza, se frotó los ojos varias veces con las manos y luego, asombrado, abrió la puerta del coche para salir a contemplar el exterior. Ante ellos, a poco más de un metro de distancia, el terreno daba paso al vacío y a su izquierda la carretera se transformaba en un corte de rocas. Se echaron las manos a la cabeza, mareados de vértigo al mirar el suelo lejano. Y pensaron en el más allá. Y en su madre.


Jorge Andreu


2 comentarios:

  1. Se me han puesto los pelos de punta.

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  2. A mí también se me pusieron cuando me lo contaron. Es un hecho real. Gracias por leerme

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