viernes, 16 de marzo de 2012

Queridos Torreones:

Les diré que estaba en mi cuarto y fumé, 
y era un cigarro de esos que fumas cuando acabas:
terminas de hacer eso, lo que sea, miras a algún lado,
                              y lo enciendes, 
fruncido el ceño aun por andar todavía en lo otro, 
en eso que estabas haciendo y que das por concluido
justo antes de encenderlo, pero que de alguna forma
aun proyecta cierta imagen inconclusa en la cabeza,
como un mosquito haciendo de las suyas ahí arriba,
sonoro, circular, intermitente, que aun no se ha matado.


Pero entonces te sientas y fumas el cigarro como lento
(no como esos que ni cuentas y al cabo queman los dedos),
sino del modo de esos cuya brasa se consume a nuestra vista, 
suave, lento, como cuando olvidamos a alguien, muy lento, 
y el humo se eleva contra el pensamiento, que baja,
y baja con los párpados cayendo, relaja la presión en la mandíbula,
al tiempo que el calor deshace en tiras la conciencia 
y esa idea, que tenía la intención de proseguir martirizando,
se emborrona, se marchita, se extravía entre los tules azulados
del ajado entendimiento. Un veneno de pulmón que es antídoto 
para otro de alma, porque desdibuja tal o cual desasosiego,
tal o cual perturbación relacionada con cualquier actividad 
que precediera ese momento en que te fumas tu cigarro.


Con todo: encenderlo y contemplarlo y recostarse
bajo la aciaga luz de la habitación, mirar al techo,
estirar las piernas hasta donde la mesa lo permite,
y notar que el culo está dormido, mover el cuello, etc., 
guardan esa significación que pone límite a algo
que es en verdad pensamiento obsesivo y demás abusos
y es seña de enlace a otra cosa, aun desconocida, 
pero que desvincula en cierto modo de esa otra actividad 
que, incómoda o no, ya empezaba a reventarnos.  


Entonces en esa postura en el blando sillón, echar un vistazo a los bucles
me embebe de sueño hilarante: soy libre, puedo redirigir mi noche si quiero. 
Dejé la actividad anterior hecha calima de humos. 
Sonreír a la nada, plantear la búsqueda y elegir mi puerto. Ahí arriba. 
Decido que puedo elegirlo esta noche, soy libre, estoy solo, es sencillo.
Por áurea que sea la luz o negra que esté la ventana, enlace a otra cosa
y soy libre. Fumo en Europa Central, soy libre en su noche,
su lluvia, su frío inhumano, su sangre caliente. Ésta es mi soledad.
Fluyo divino en celda número 77, cuando todos han cerrado ya los ojos,
cuando todos duermen, mejor dicho, y yo sonrío por mi vida, 
por si va a ser así siempre. 


Ser esclavo de uno mismo lo han llamado libertad 
y es una gracia. Yo quisiera estar con ella, por ejemplo, 
pero asumo que soy libre para ser así de idiota y estar lejos y no estar
Celda 77, Cadena mi cuerpo, Delito estupidez, y no hay fianza
que indemnice la cruda profanación de mi deseo, 
nociva como el humo, que es veneno: nociva de esa forma 
que me hace tan culpable de mí mismo. Soy tan libre 
como hamsters en su jaula: beben, comen, riñen, juegan,
enloquecen en su propia libertad de plástico rojo y si acaso, 
extrañan que no haya hueco más abajo, 
que permita galerías más seguras.
Libres para no saber amarme, aunque sienta como padre 
sus llantinas de la noche, y los ame, yo, los ame,
como no he amado nunca a ningún bicho tan pequeño.


Tuve, siendo niño, un pollito que llamamos Caramelo,
pero aquello fue distinto, porque no cavaba hoyos en la tierra,
no tenía que esconderse; entonces todos éramos muy niños, él también,
y nadie planteaba tan siquiera la vergüenza ser modesto era pecado,
ni tenía la ocasión de decidir en qué incurrir, más allá de irse a la cama
cuando alguien lo ordenara; y no había sino rojo en las mejillas, 
sino ausencia de tabaco, plenitud poco estudiada,
y dolor, un dolor horripilante, libre, básico,
cuando un gato se llevó en la boca al pollo, 
abierto como un abanico dorado.


Los sentimientos se complican a medida que uno crece,
y no surgen los complejos hasta bien bebida la adolescencia
(esa que uno se va quitando poco a poco, como un manto de esterilla,
que calienta de este frío pero pica, ya molesta), y luego llega un tiempo
de verdades; todas juntas, implacables, como el grito de los hamsters,
insistiendo que son libres en su jaula, que por mucho que les abras la cancela,
ellos optarán por el calor de las virutas de madera, por el suelo que se excava,
por seguir escudriñando cada palmo de la jaula, en busca del eterno pasadizo
que jamás, y es la ilusión, jamás acaba.

Lección de soberana inteligencia, por eso se presienten superiores,
por eso a mí me bufan cuando acerco algunos dedos a la jaula.
Saben que en el fondo, no soy mucho más inmenso que mi mano, 
no soy ellos: libres por ser menos, sino yo: libre por ser tonto,
y volver, así, de pronto, a sentirme tan pequeño.


Les diré que en mi ostensible pequeñez cesa el cigarro de dar muerte,
lo retiro sin que haya de algún modo sido enlace a otras historias
porque en esto estaba antes de encenderlo y sigo ahora,
y prometo a las paredes amarillas no afligirme mucho más,
porque así me quedaré, y es bastante y hablo y como, duermo, escribo...
Las cosas han cambiado y aquí sigo; a merced del sufrimiento ¿para qué?,
si me toca ser el duende y no el apuesto caballero, supongo que joder
también es divertido. 


Sería reprensible dar la vuelta a algunas cosas. 
Si el humo ahora bajara: los hamsters morirían asfixiados en su jaula, 
y no me embebería la fruición de por las noches,
que escribir con humareda por el medio no se puede...
¡extraña y tan extraña a mí mi jaula: paredes, cuerpo y alma


yo soy mi tormento y mi humareda,
decido si prefiero ese tormento, la tormenta, suspensión, 
o sencillamente calma. Se acabaron las pociones y los hongos
y las pastas que me eleven hasta el humo o permitan que los hamsters 
puedan verme cara cara. Y en eso va un cigarro.
Para qué dilucidar ciertas patéticas imágenes 
que hieren en el fondo: Verlos juntos y saber que yo aquí abajo, 
pertenezco, por entero, a otro mundo.

Si el humo se cuela en un ojo un instante, el ojo duele diez instantes,
duele mucho. Tanto que obliga a presionar, hendiendo la humedad
espesa y ardiente, como mordisco de... 


Del humo amargo al agua tibia. Yo siempre lloré sin lágrimas,
los bucles juegan a burlar la quemazón de la redonda lamparita, 
aunque el ojo duela y duela, por colmillos de este humo
que, en algunas noches tontas, viene a hincarse en mi cabeza. 










Alberto Cancio García

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