sábado, 10 de marzo de 2012

YO VIVÍ... ¿Y TÚ?

Cuando ocurra que yo muera, a saber.
A saber qué coche habré aparcado cada día
y en qué acera —¿coche verde fosforito o más seriote?
(como de hombre de talante, de esos cuya cerca
tiene seto, patio grande, y tres puntitos rojos en la puerta)—;
o quizá, sencillamente, no la tenga, y quede el automóvil,
mientras silbo, en un garaje subterráneo de los que apestan;
y a saber qué botón oprimiría entre los silbos,
ya en el rápido ascensor, y a qué olerían las cocinas del camino.
¿Pollo asado, berenjenas, espinacas?, porque el hambre,
y eso siempre, acuciará, muy poco antes de salir de la oficina,
mi despacho, mi local, la calle helada o el rumiar de las letrinas...
Sólo espero que el olor de la escalera venga siempre de mi casa
y que no haya en la despensa ni una lata de sardinas.


Cuando ocurra que yo muera, quién habrá esperado, cada día,
mi llegada. Quién pondrá sus labios en la puerta, sin quitarse
aun del todo la chaqueta, porque claro, puedo ser quizá el primero
en arribar, y aunque ahora la cocina no es mi fuerte, 
a saber, cuando yo muera, si no he sido un cocinero de la muerte.


Cuántos besos habré dado a cuánta gente en la mañana, y...
para cuántos habré hacer los spaguetti... Yo imagino
que tendremos toneladas de spaguetti, pero ¿quién viene a comer
y quién se ausenta? ¡Por favor, que después hay que tirarlo
y eso siempre nos molesta! —Vamos a zampar tú y yo solitos,
como antes de casarnos, ¿lo recuerdas? —le diría... y... ¿quién enarcaría
la sonrisa más hermosa del planeta? Quizá yo haya interrogado
a una manzana de la cesta... ¡y puede que hasta oyera su respuesta! 
                                                                                                                       ¡Ja, ja!


Aunque entonces supondría una aburrida sobremesa, claro está. 
Yo quisiera que al llegar ese momento en que me muera, 
el médico dijera: la palmó de indigestión, se comía las palabras
de su esposa en desayuno, almuerzo y cena. Si supiera ese doctor
que yo guardaba, a hurtadillas, muchas más en la alacena.
A mi esposa y al que escribe nunca habrá quien nos retire
de ese vicio. Habrá tantas historias que contar, tantas palabras
que supongan... la preciosa novedad, ¡tanta ilusión por conocer
lo que se esconde mucho, mucho, mucho, mucho más allá...!


Costará, futura vida, costará. 
Tendremos que pararnos un instante, descansar, 
aunque mucho no lo haré, por si ocurre que yo muero,
porque entonces, ¡vaya puerco y maloliente aburrimiento devendrá! 
A la tarde hay que ponerse a trabajar. Yo seré escritor 
y mi esposa me leerá; casi nunca, casi nunca gustará 
de lo que escriba, y de tanta intransigencia, yo me haré un profesional.


Venderé dos mil millones de ejemplares, beberé cuatro cervezas en un bar,
y hablaré con otros tantos escritores de lo mal que están las cosas,
de lo bien que estamos todos en verdad. Porque están nuestras esposas,
y uno escribe siempre a gusto cuando el mundo tiene un lado un poco rosa.


Aunque claro...


Cuando ocurra que yo muera, a saber si tiene lados este mundo,
a saber si he visto el rojo de la sangre tan de cerca que me espante,
si hay dorado en las cortinas de mi casa en el crepúsculo,
si habrá quien me rocíe la almohada de susurros,
y en la noche, como antes, seamos dos personas en la cama o sólo uno.


No podemos estar juntos todo enteros. Cuando ocurra que yo muera,
es seguro, miraré atrás en el tiempo y en mi mundo habrá algo rosa  
—yo lo sé, y no es deseo sino fuerza deseosa—, mas entonces pensaré
lo bien que hice en no perder la compostura: más allá de amarla o no,
mi vida fue locura, y siempre amé a la más hermosa. 
Cuando ocurra que yo muera, le diré: Viví la vida, dulce amor,


                                                                                         la viví con toas sus cosas.






(¡¡Joder, que ma quedao presiosa!!)




Alberto Cancio García

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